Tudela

Acerca de los olvidados albogueros tudelanos

¿Podríamos imaginar unas fiestas como es debido sin música? Difícil, ¿verdad? Pensemos por un momento en un gentío en la calle, apelotonado y con cierto punto etílico en el cuerpo.

Askomandoura
photo_camera Askomandoura

Da lo mismo cuál sea el acto que se esté realizando (encierro, cohete, procesión…): si no se escucha ningún sonido en el aire, falta “algo”, no hay vida y parece que no se está disfrutando del momento. Pero de repente alguien, lo mismo los gaiteros que la charanga de turno o la banda municipal, empieza a tocar, y se produce el portento… Todo el mundo se pone a brincar, uno se siente viviendo la fiesta a plena potencia y el entusiasmo llena el aire. Y así durante toda la semana.

El ser humano ha venido dirigiendo sus fiestas por medio de la música durante milenios, aspecto que ha quedado corroborado por vía arqueológica, la cual nos revela el uso de flautas en Europa desde hace más de cuarenta mil años. Por entonces estas piezas eran realizadas con huesos de animales, pero otros instrumentos como los de cuerda pueden tener raíces igual de remotas, pues derivan en última instancia del simple arco para lanzar flechas, al que a partir de un determinado momento se le descubrió una segunda utilidad como elemento de resonancia.

Hoy en día en las fiestas patronales de toda España impera el modelo de la banda de música, ya sea municipal o privada tipo charanga, formada por instrumentos de viento (especialmente el viento metal) acompañados por una sonora percusión, sobre todo en las celebraciones diurnas a cielo abierto (en espacios cerrados y nocturnos la música electrónica se ha apropiado del ambiente). La razón de su éxito reside, como es lógico, en la enorme potencia de esta combinación instrumental, que pone en movimiento a las masas y se impone sobre cualquier otro sonido del entorno.

El modelo, no obstante, es relativamente reciente, no habiéndose generalizado hasta tan tarde como el siglo XIX, siendo una adaptación al ámbito festivo popular del esquema de las bandas de música militar, antaño diseñadas para generar un ruido estruendoso que animase a las tropas incluso en medio de las peores batallas. En tiempos anteriores al siglo citado no solían existir bandas o charangas festivas del estilo de las que conocemos hoy en día, contratadas de manera fija por un Ayuntamiento, siendo más habitual que el ente organizador de las fiestas o solemnidades llamase sobre la marcha a músicos ambulantes, en la medida de lo que daban de sí unos presupuestos variables de año en año, aunque siempre mucho más escasos que los actuales. En cambio, quienes sí que disfrutaban de recursos suficientes para mantener cuerpos de músicos profesionales fijos para tocar y cantar en actos públicos eran los cabildos catedralicios y colegiales.

Ya fueran los músicos de extracción popular o bien contratados por eclesiásticos, el caso es que el repertorio de instrumentos habituales era algo diferente al que vemos en el esquema actual. Cada época genera inventos en relación a sus capacidades tecnológicas y económicas, y hace siglos los instrumentos de viento se fabricaban principalmente en madera o caña, siendo el uso del metal menos frecuente por su mayor precio, reservándose a elementos sofisticados como los órganos de iglesia, que contaban con financiación más solvente.

¿Cómo se animaban las fiestas callejeras en la Tudela anterior al XIX? Hay gran cantidad de referencias en la documentación de los archivos municipales, pero en el presente artículo nos limitaremos a un determinado instrumento que llama la atención por su sonoridad y que presenta la peculiaridad de aparecer en la decoración de dos edificios emblemáticos de la localidad.

En concreto, se trata del “albogue”, antaño generalizado por toda la península ibérica (y con infinidad de variantes y parientes directos en todo el mundo mediterráneo), pero que en la actualidad ha quedado restringido a tres pequeños focos: Cádiz, la sierra de Madrid y el ámbito montañés vasconavarro (donde se le denomina “alboka”), siendo este último un espacio donde ha experimentado una espectacular resurrección al haberse adoptado como instrumento “identitario” por parte de los folkloristas vascos.

Alboguero marqués San Adrián

Alboguero marqués San Adrián

El instrumento consiste en su versión más elaborada en dos pequeños tubos de caña o madera dotados cada uno de una lengüeta simple como la del clarinete, a los que se les pueden añadir elementos como cuernos o bien piezas cónicas de madera para mejorar su sonoridad y comodidad de uso. Al tratarse de dos tubos que suenan a la vez, antaño no era fácil mantener por mucho tiempo la estabilidad del sonido, de manera que existía un dicho también atribuido a la zanfona que decía que “el alboguero se pasa la mitad de su vida afinando su instrumento, y la otra mitad tocando desafinado”. Por fortuna las lengüetas de material sintético actuales han venido a aliviarnos está triste condición a los aficionados del instrumento, aunque a cambio de darle una sonoridad algo más dura y metálica… Sea como fuere, se trata del antepasado directo del clarinete de la orquesta de música clásica, y es muy probable que fuera inventado ya en tiempos prehistóricos, aunque hasta hoy las representaciones más antiguas de instrumentos similares se hallan en pinturas del antiguo Egipto de hacia el 2.700 a.C.

Etimológicamente albogue / alboka es una palabra que deriva del árabe Al-bûq ‘trompeta’, pero hay que hacer notar que desde mucho antes de la invasión islámica ya existían en la península instrumentos similares (por ejemplo, los que vemos representados en la iconografía indígena ibérica), y se trata de un modelo de aparato tan extendido por el Mediterráneo que no le podemos atribuir origen reciente en un determinado punto.

La representación más antigua con la que contamos del albogue en Tudela (de hecho, se trata de una de las más antiguas en toda España en general), se encuentra en la fachada occidental de la iglesia de la Magdalena, en un canecillo del alero que sobresale por encima del arco de la portada, obra realizada aproximadamente hacia mediados del siglo XII.

Esta figura destaca en especial por la excelente conservación de la pieza, así como por la minuciosidad del escultor a la hora de representar todos los detalles del albogue. Si la interpretación del artista es correcta (antiguamente era frecuente que los artesanos plásticos representaran los instrumentos de forma no del todo precisa, añadiendo o quitando detalles por despiste o ignorancia), parece que se trata de un modelo de dos tubos de seis agujeros, a diferencia de las albokas vasconavarras actuales que llevan un tubo de cinco y otro de tres, con el fin de generar diversos acordes. Asimismo, el pabellón de salida del sonido parece más pequeño que el actual, aunque esto podría ser debido a la voluntad del escultor de ahorrar tiempo, evitando labrar en piedra una trompeta más grande que habría sido más frágil y difícil de realizar. El resultado de su trabajo produce un aspecto muy próximo al puntero de la “askomandoura” de Creta), así como al “zamr” de Marruecos y Túnez, ambos simples variantes del mismo instrumento por lo que, después de todo, puede que en esta pieza tengamos una representación bastante fiel del original.

En segundo lugar, dando un salto en el tiempo, pero a no demasiada distancia de la Magdalena, nos encontramos con otra representación de un instrumento similar en el alero de madera labrada de la fachada de entrada al palacio del marqués de San Adrián (siglo XVI), hoy sede de la UNED y de la EOI. Si observamos la fila de figuras que sostienen el tejado, encontraremos un niño desnudo en cuyas piernas, no obstante, se observan atadas dos tiras de cascabeles al estilo de los danzantes de paloteado actuales. 

El personaje tañe un instrumento representado de manera más tosca que el anterior, aunque se reconocen sus características principales. Pese a las dudas que tuvo en su momento un estudioso de esta obra como Tomás Alonso y García del Pulgar, la presencia de una clara línea hendida por medio del instrumento parece indicar con elevada probabilidad que se trata efectivamente de un aerófono doble, con una representación de los agujeros algo deficiente, pero que nos legitima a interpretarlo como el intento de plasmar un patrón de orificios diferente, en el que el tubo derecho desde el punto de vista del observador debía de tener más aberturas que el izquierdo. Esto implica un modelo de instrumento ya idéntico a la alboka vasconavarra.

Alboguero Magdalena

Alboguero Magdalena

La existencia de dos representaciones de este tipo separadas por un lapso de tiempo entre ellas de unos cuatrocientos años, implica que el albogue debió de ser un instrumento habitual en la Tudela medieval y renacentista, fácilmente reconocible por el público que contemplaba estas piezas y seguramente muy ligado a la danza, como parece indicar el detalle de los cascabeles en las piernas del niño. Durante siglos, pues, podemos afirmar que los sonidos del albogue con sus ligeras variantes de diseño y digitación formaron parte importante de la música de fondo de las fiestas tudelanas.

Sabemos por otras fuentes que en España este tipo de instrumento entró en decadencia a finales del Renacimiento, en especial a partir del siglo XVII, momento en el que se fue configurando el nuevo repertorio de instrumentos que se consolidaría como base de la música clásica europea. Relegado al mundo rural, sobre todo el pastoril, el albogue también debió de ser olvidado en la Tudela de entonces, sobreviviendo en Navarra a comienzos del XX ya solamente en la sierra de Aralar. Y resulta curioso que, así como las dulzainas o gaitas navarras han experimentado en toda la Comunidad un resurgimiento espectacular en las últimas décadas, el albogue no haya gozado de la misma fortuna por estas tierras riberas. ¿Acaso por las dificultades que plantea al tañedor su técnica de “respiración circular”? ¿Tal vez por sus limitaciones expresivas en comparación con otros instrumentos? ¿Por falta de promoción popular? Quién sabe…