Navarra

La peste en la Ribera navarra

Los sepultureros de Tournai. Gilles de Mugit, 1350

Cuando escribo estas líneas, a finales de 2020, la epidemia de Coronavirus parece haberse cebado especialmente a las localidades riberas. Un puñado de ellas están confinadas, muchos de sus vecinos guardan cuarentena y, afortunadamente, los menos convalecen. Desgraciadamente, también estamos perdiendo seres queridos. Y qué decir de sus consecuencias económicas, psicológicas y sociales.

Los navarros y navarras de hoy en día no estamos acostumbrados a nada parecido y por ello está resultando una experiencia realmente traumática. Pero la verdad es que, para Navarra como comunidad histórica, las epidemias no son nada nuevo. De hecho, padecerlas y combatirlas formó parte de la vida cotidiana de nuestros antepasados.

Las tierras del sur de navarra tenían ya entonces unos factores que las hacían más vulnerables a la difusión de las enfermedades contagiosas. Se encontraban en las vías de comunicación que, siguiendo el Ebro, unían el mundo mediterráneo con el atlántico. Así, las epidemias que se difundían desde uno o desde otro pasaban necesariamente por ellas. Por otro lado, su poblamiento a base de grandes villas bastante próximas. Si a ello añadimos la subalimentación, la falta de higiene y la inexistencia cuidados médicos, se explica el gran impacto que las epidemias de peste tuvieron en la Ribera navarra.

La peste es una enfermedad causada por un bacilo transmitido por las pulgas. También las personas la pueden transmitir por vía aérea. Es muy contagiosa y mata a la mayoría de los infectados con asombrosa rapidez. Por lo general, se manifiesta grandes bubones en las ingles y las axilas. A falta de antibióticos, la ciencia no descubriría un remedio hasta casi llegado el siglo XX. Así pues, hubo que venderla a base de medidas sociales.

Como es conocido, la primera y más brutal epidemia se produjo a mediados del siglo XIV, cuando procedente de China, a través de Italia, la enfermedad llegó a Navarra siguiendo el Camino de Santiago. Las primeras víctimas se produjeron en Pamplona a finales de la primavera de 1348. Desde allí la peste alcanzó hasta el más pequeño rincón del reino. Sabemos que, para el verano, en Tudela ya nadie se atrevía a usar los baños públicos debido a la gran mortandad que se había apoderado de la ciudad. Tampoco en Villafranca quedaba gente capaz de poder trabajar en su molino. La mortalidad fue tan tremenda que en un año pudo desaparecer más de la mitad de los navarros. No es extraño que el oficial real encargado de la recaudación de impuestos justificara el desplome de ingresos en la “mortandad que este año aconteció por la ordenanza de Dios”.

La Peste Negra de 1348 fue sólo la primera de una serie de oleadas que asolarían Navarra y, en general Europa, durante más de tres siglos. Desde entonces, no hubo una generación de navarros que no conviviera con una pandemia de peste. Al principio, la enfermedad visitó el reino prácticamente cada diez años. Siempre se mostró caprichosa. Unas veces se cebaba con los más pequeños, otras veces con los adolescentes… El coste en vidas fue siempre muy alto porque aquellas gentes estaban inermes y sólo podían aplicar el principio de huir pronto, hacerlo lejos y volver tarde. Eso, los que podían.

San Sebastián intercede en una epidemia de peste. Autor, Lieferinxe, 1499

Los archivos municipales riberos nos informan de las epidemias sufridas en la oscura segunda mitad del siglo XV. Para entonces, ya se habían articulado medidas públicas para combatirla con algo de eficacia. La principal, el aislamiento o, lo que es lo mismo, reducir los contactos humanos. Para ello, las localidades riberas se apoyaban en sus murallas, cerrando a cal y canto sus portales y no dejando entrar a nadie que viniera de zonas apestadas. Si aun así se declarada la enfermedad en su interior, se imponían rigurosas cuarentenas tapiando barrios y casas, o se expulsaba a los contagiados a chozas o ermitas en el campo. También se pusieron en marcha las primeras medidas de higiene y hospitales, aunque por entonces la medicina se codeaba con el curanderismo. Aparecen entonces los cordones sanitarios, certificados de sanidad, confinamientos, cuarentenas, desinfección pública y asistencia médica masiva…

Así, vemos cómo en 1485 y 1495, Tudela cierra sus puertas a cal y canto. Cómo en 1518, 1520 y 1523, la ciudad no tiene escrúpulos en rehabilitar a un médico condenado por la Inquisición. A partir de 1530, esas medidas sociales van dando sus frutos. Eso sí, siempre impuestas con un tono dictatorial y sin poder evitar un gran quebranto económico y social. Esa mejora, la verdad, poco tuvo que ver con la medicina. De hecho, como criticaba el ayuntamiento tudelano ese año, los médicos fueron los primeros en abandonar la ciudad cuando se declararon los primeros casos.

Más importancia se dio a las medidas espirituales. La plaga se consideraba un castigo de Dios. Ese mismo año de 1530, para librarse de la epidemia, los tudelanos sacaron en procesión a Santa Ana, a quien harían su patrona por haberlo conseguido. La propia procesión del Corpus en estaba encabezada por las imágenes de San Roque, San Sebastián y Santa Ana. Todos ellos, protectores contra la peste. Lo mismo hicieron los pueblos cercanos. Y así la Ribera, como el resto de Navarra, se llenará de imágenes, ermitas, cofradías, peregrinaciones y celebraciones en honor a estos santos, para implorar y agradecer su intercesión frente a ese enemigo mortal e invisible.

A partir de mediados del siglo XVI, las oleadas pestíferas comienzan a espaciarse en el tiempo y a reducir sus efectos. Con todo, Tudela y su Ribera aún padecen con violencia las epidemias de 1566 y 1599. Este último año, se prohíben las mascaradas, regocijos, hogueras y actos del carnaval. Se ordena retirar de las calles los puercos y otros animales que habitualmente pululaban por ellas. Se habilita un hospital en la Casa de las Lanas y se obliga a pasar las cuarentenas en la ermita de Santa Quiteria. Lo mismo ocurre en Cascante y en Corella, víctimas de la enfermedad unos meses después.

Miniatura de la Biblia de Toggenburg, 1411

La acción pública, hasta entonces a nivel local, comienza a organizarse a nivel de todo el reino. Se sientan las bases de la sanidad pública y de la colaboración sanitaria internacional. En 1653, por ejemplo, se pone en marcha un gran cordón sanitario apoyado en el curso del río Aragón y en las Bardenas. Guardias armadas cierran los puentes y barcas, y recorren día y noche la orilla derecha de ese río y las tierras bardeneras. Y, cuando la peste brota en Cascante con fuerza, se impone a la localidad un estricto aislamiento.

A partir de ese año, a pesar de las alarmas surgidas por la presencia de la enfermedad en otras zonas europeas, la peste desaparece de las tierras navarras. Con todo, se sigue en guardia y así, aún en 1720, se ponen en marcha grandes cordones sanitarios en el Ebro, Pirineos y frontera guipuzcoana. 

De este modo, tras siglos de lucha, la peste desaparece de tierras navarras. Su testigo va a ser tomado por otras enfermedades epidémicas como el tifus, la viruela, el cólera, la gripe… y el coronavirus. Al margen del enorme avance científico, como bien podemos comprobar estos días, las medidas sociales puestas en marcha no han cambiado mucho. Y, hay que reconocerlo, siguen siendo eficaces. La lucha, pues, continúa.

Reseña del libro de Peio J. Monteano

‘Un enemigo mortal e invisible. Los navarros en la Era de la Peste (1348-1723)’ relata la laboriosa y larga lucha sostenida durante cerca de cuatrocientos años por navarros y navarras anónimos, abocados a afrontar uno de los mayores males de su tiempo. Tras pagar un precio alto en sangre, vencieron definitivamente a la peste en el siglo XVIII. Ésta es la crónica histórica de una época hecha de sufrimientos atroces, violencias intolerables, terrores comprensibles, terribles insolidaridades... pero también –justo es decirlo– de sacrificios y altruismos extraordinarios. Un pasado que nos ayuda a entender mejor el presente de la pandemia que padecemos en 2020.