Tudela

La vaca Flora

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No era Flora una vaca cualquiera. Se había criado en el campo, entre margaritas y amapolas y la verdad es que eso reblandeció bastante su carácter. Debía de haber sido una vaca brava y sin embargo resultó bastante ñoña y melindrosa. Tanto que más que una vaca parecía un gato de esos que se te agarran al tobillo y los vas arrastrando por la casa como si fueran una mopa. De modo que en cuanto el pastor la vio se dio cuenta de que ese bicho iba sufrir lo indecible, no solo por su falta de bravura sino porque además a Flora no le gustaba madrugar y la suelta de vaquillas empezaba a las ocho y cuarto como tarde.

No obstante, y puesto que él era un mandado, el día 25 la despertó y la hizo salir a la arena. Como era previsible, el animal no embistió ni corrió ni nada parecido. Al contrario, se arrimó a un extranjero rubio de melenas que llevaba unas bermudas amarillas y empezó a rozarle la entrepierna con el morro y a dejarse acariciar por toda la mocería. Como un perrito. Al respetable le hizo gracia la cosa, pero el apoderado de la plaza decidió devolver  la res a los corrales y tomó la determinación de mandarla al matadero.

Al pastor se le partió el corazoncito en dos. Jamás había desobedecido a aquel hijo de Satanás, pero la decisión de sacrificar a Flora le parecía demasiado, así que la madrugada del 26 cogió a la vaquita, la sacó del corral, se la llevó a un huerto que tenía en la Mejana y allí la dejó, tumbada sobre el césped y sin haberse asegurado de cerrar la valla. De forma que en cuanto Flora se aburrió, cosa que pasó al cabo de media hora, le pegó un hocicazo a la puerta y se largó a dar un paseo. Atravesó un par de fincas vecinas sin tropezarse con nadie y no se sabe cómo acabó en el camino que discurre junto al río. Y caminando caminando llegó, mire usted qué casualidad, a la puerta de la Magdalena justo en el momento en que se estaba produciendo la salida de la imagen de Santa Ana la Vieja.

(…)

El reloj marcaba las 6:52. Delante, a ambos lados de la calle, devotos de diferente tipología precedían a la imagen de la Abuela, siempre acompañada por la Comparsa de Gigantes y Cabezudos. Allí se encontraban Auroros que habían acabado su ronda de farol y campanilla, espabilados y un tanto alegres por la ingesta de vinillos rancios, solysombras, amén de oportunos cafareles, encargados de amortiguar con su esponjosidad la caída alcohólica al estómago madrugador. No faltaban las habituales abuelicas, comadres de Santa Ana la Vieja, que hacían de aquel acto procesional el punto álgido (es un decir) de las Fiestas. Y, por supuesto, los habituales devotos, pulcramente engalanados, así como unos cuantos mozos y mozas, que se encontraban de empalme y recalaron por allí.

Como decía, justo cuando Santa Ana salía por debajo de la puerta románica de la Magdalena, apareció Flora, con un trotecillo alegre. Alguien entendido en el lenguaje vacuno podría afirmar que sonreía al ver aquella tierna y ordenada estampa que nada tenía que ver con las carreras descoordinadas del mocerío en la plaza el día anterior. Así que, tras hacer una leve sacudida de afirmación con la cabeza e intentar escarbar con las patas delanteras el duro adoquinado, se dispuso  a unirse a la procesión.

No debieron entender sus pacíficos propósitos los portadores de las andas, que dejaron a la patrona casi de golpe sobre el suelo y recularon al interior de la iglesia, mientras las filas de la procesión se deshacían, poniéndose a buen recaudo los que podían, mientras que las viejicas, paralizadas por el miedo y los años, intentaban mimetizarse con las fachadas y no paraban de santiguarse.

Flora se quedó quieta. No entendía que ante su manso talante, la gente saliese despavorida. Suerte que estaba allí el rubio de las bermudas amarillas (algo “perjudicau”, eso sí) y, al reconocerla, se acercó y la acarició. Flora se dejó querer y así lo agradeció con otros buenos lametazos, esta vez en la cara, consiguiendo espabilar del todo al noruego Bjørn Borchgrevink, como así se llamaba el rubio. Poco a poco, la desbandada general, sorprendida esta vez por el pacifismo de la vaquilla, fue agrupándose, aunque el 112 tuvo que atender una rotura de cadera y un amago de infarto a sendas cuñadas nonagenarias.

Al día siguiente los titulares fueron unánimes: “UNA VACA EN LA PROCESIÓN”

(…)

Joaquín Aguado, el Aguadico para los amigos, leía el Diario sentado junto al monumento a Remacha, ese al que los tudelanos conocen como el  “zurruto”,  esperando la hora del encierro. A su lado, el Faustino, murchantino como él, agitando en la mano un cordón de la zapatilla, musitaba cansino la misma cantinela desde la noche anterior: ‘hay cuerda pa rato, hay cuerda pa rato, hay cuerda pa rato...’  ¡Meca! Lo que me he perdido por hacer caso de este cansalmas, dijo entusiasmado con el relato.  Toda la noche zurrumburreando sin ton ni son para no catar más que kalimotxo. Mucho decir que hay cuerda pa rato y acaba durmiéndose después de la revoltosa, de pie, en el ‘rinconcico’ del antiguo bar de Quintín, el de las cortezas.  Teníamos que haber ido a la procesión de Santa Ana la Vieja. Estos de Tudela son la hostia. ¿Cómo no va a ser vieja si tiene un nieto mucho mozo? Meten los gigantes a bailar en la catedral ante otra Santa Ana que ‘paice’ una mueta, que ya es quitarle años a la abuela, y luego, para más inri, llevan una vaca de acompañante de la patrona en la procesión. ¡Esto hay que copiarlo para San Roque!

Aún no había alcanzado el final de la noticia cuando aparecieron los primeros corredores. Bueno, los que no corren en el encierro pero van delante, de víspera.   A continuación,  después de un corte como los de la procesión,  los divinos de la carrera sintiendo la halitosis de los astados y, tras ellos, bien arropados por los más valientes y arrojados, los cabestros. Los de cuatro patas, digo.

¡Joder!, exclamó Joaquín subido en la valla, esa es la vaca del periódico, la de la procesión.  En efecto, Flora, con un ramo de albahaca en cada cuerno, el pañuelico rojo en el pescuezo y dos pegatinas de Andatu en los cuartos traseros, marchaba con un trotecillo retozón junto a un fulano rubio de melenas, con bermudas amarillas y pinta de guiri.

No se sabe qué le impulsó a ello, unos dicen que Aguado se cayó, otros que le empujó un tal Faustino, algunos que dio un brinco y que lo hizo de motu propio; lo cierto es que se le vio perderse detrás de Flora en el callejón de la chata de Griseras y penetrar en la plaza a trompicones.  Hay que reconocer que Joaquín, el Aguadico para los amigos, todavía seguía un poco calamocano bajo los efluvios del decimosexto ‘katxi’.

(…)

‘Katxi’ que, a pesar del salto, los empujones en el callejón y el traspiés que sufrió justo en el centro del ruedo y que lo dejó tumbado de morros en la arena, permanecía intacto en su mano izquierda. El toro que había caído quedando rezagado en el tramo de la estación, al que unos desalmados habían conseguido colocar el pañuelo al cuello   haciendo más desagradable si cabe el incidente, llegó a la plaza exhausto y asustado. El pastor no conseguía hacerlo entrar en  los corrales. Sus bermudas, antes blancas inmaculadas, habían cogido un tono amarillento de sudor y polvo. Ya casi lo tenía enderezado hacia la puerta de corrales cuando de pronto le sale por la izquierda el Aguadico, con el katxi en la mano, diciendo algo así como: “faquita fonita hip doma un draguito ques kalim...” Pobre Aguadico. No le dio tiempo de terminar la frase. Salió disparado hacia arriba cual cohete anunciador de una catástrofe, dejándose por el camino las zapatillas y media camiseta. Cayó como un saco dándose un culetazo que le rompió el “hueso de la risa” y lo llevó de vuelta a la sobriedad de un plumazo.  A partir de ahí, todo fue muy rápido. Cada vez que Joaquín “el Aguadico” hacía la más mínima intención de levantarse, el toro le embestía y volvía a volar y a caer y a volar… Tuvo mucha suerte porque no recibió ni una cornada. Sólo un golpe que le dejó inconsciente unos minutos y gracias al cual el pastor tuvo el tiempo y la templanza suficientes como para introducir, al fin, al toro en los corrales.

Los siguientes minutos en la plaza fueron caóticos. La ambulancia de la Cruz Roja preparada para trasladar al herido. Ninoninoninoninonino… Los forales interrogando a los que habían visto cómo Faustino empujó en la calle al Aguadico y buscando al susodicho entre la multitud blanquiroja que abarrotaba la plaza y todos los alrededores. Llegaba la policía nacional y la guarda civil, porque era imposible dar con el tal Faustino. Niiiiinooooniiiinoooooniiiinoooo… Las charangas tocando cada una a su bola y todas a la vez. “Si ta pillau la vaca jodeteeenooos han dejao soooel aaaldeano tiró...”.

Miguel, el pastor, observaba todo el panorama detrás del burladero. Demacrado. Derrumbado. Ese hombre estaba sufriendo lo indecible. Con lo mucho que le costó tomar la decisión. Aceptar ese trabajo que no le hacía ninguna gracia...porque él era pastor. Antes le iba ese rollo de las vaquillas y los recortes aunque las corridas de toros nunca le gustaron. Fue un recortador con cierto renombre en la ribera y le contrataban de pastor en las fiestas de los pueblos. Así estuvo varios años. Sacando un dinero extra en verano que le regalaba un tiempo de recogimiento en invierno para hacer lo que a él más le gustaba que era escribir. Era un pastor poeta. Pero cuanto más poeta se sentía, más le costaba dar con la vara a las vaquillas y gritarles y condenarlas al ruedo de las plazas. Y para colmo éste año las fiestas de Santa Ana habían empezado de esa manera. El primer día la vaca Flora y el segundo día ésto. Temía al mañana como nunca lo había hecho.

En ese momento pasó por allí otro pastor que al verlo se le acercó para decirle que el ganadero andaba buscándole. Que quería explicaciones sobre el paradero de Flora y que la tenía que llevar al matadero como fuera. Miguel le dio las gracias por la información y se fue a por el coche para ir al huerto, a ver si encontraba alguna señal de Flora. Tenía la esperanza de que hubiese vuelto a por comida o algo así. Los municipales no consiguieron cogerla en la procesión y se la vio desaparecer por entre las zonas de refugio para animales de la Mejana.. Auténticas selvas inaccesibles. Fue la última vez que la vieron.

(…)

Empapado en sudor y sofocado, abrió con dificultad la puerta desgastada y roída de su viejo Opel Kadett verde paliducho, aparcado en Camino Caritat. Dejó la vara en el asiento del copiloto y arrancó como un poseso en dirección Puente del Ebro. En mitad de Camino San Marcial, a punto estuvo de atropellar a tres jovenzuelos desequilibrados por los excesos de la noche que creían que el encierro discurría en dirección contraria y terminaba en la plaza de la Judería. Precisamente no encontraría allí a la muchedumbre madrugadora ni a los trasnochadores que habitualmente pueblan la chata, pero al pasar la rotonda del Muro, observó que allí se vislumbraba más movimiento del habitual. Una marabunta de espaldas de toda condición prácticamente taponaba la entrada a la calle Verjas y a la propia plaza.

Miguel imaginó, elucubró… pero no quiso creer hasta verlo de cerca con sus propios ojos. Dejó el coche con los pilotos de emergencia en la calle Santiago y echó a correr hacia la plaza, vara en mano. Abriéndose paso entre los cuerpos sudados por el terrible calor que ya bañaba Tudela a esas tempranas horas, se encontró de frente la escena. Flora, sin pañuelico pero con una de esas coronas de flores que ofrecen los vendedores ambulantes a todas horas, se estaba echando una cabezada al sol con visos de ser maravillosa y sumamente placentera. Rodeada de gente, la res apenas se inmutaba. Unos le cantaban canciones típicas, otros muchos gastaban la baterías de sus cámaras y sus teléfonos móviles, hasta para hacerse un ‘selfie’ con la nueva heroína de las fiestas. Hasta El Jabonero se había parado a contemplar semejante escena. Por suerte para el sensible corazón del pastor-poeta, nadie hacía ademán de molestar. Todo era contemplativo y respetuoso. Muy zen. Una ternura inusitada invadía la Judería como si aquello fuera el mismísimo Woodstock del 69.

Había que actuar. Miguel escuchó a lo lejos las primeras sirenas de los coches policiales. Resultaba absolutamente normal que alguien hubiera avisado en aquellas circunstancias, pero lo que probablemente nadie sabía era el fatal destino que le aguardaba al animal, dormido sin ser consciente de que se encontraba inmerso en sus últimas horas de vida. El sonido de las sirenas se aproximaba. Y entonces entraron por allí cuatro kilikis gamberros que revolucionaron al personal. Otros cuatro mozos de La Teba se habían hecho unas vergas para imitar a los emblemáticos cabezudos y, claro, aquello resultó un ‘show’ de variedades en el que todo el mundo parecía descontrolado. Flora hizo ademán de despertarse, y Miguel terminó la faena con avidez y buen tino.

Se llevó a Flora hacia la calle Portal. A un ritmo de tortuga, claro. La suerte, o quizás la misma Santa Ana, se alió con él en ese preciso instante. Cuatro de los treinta y pico gigantes de la concentración de la Orden del Volatín (los de Murchante, concretamente) se habían equivocado de día y entorpecieron el paso de los agentes locales, distrayéndoles y haciéndoles creer que Flora y su aliado idealista habían escapado por otro lugar. Con vía libre y sin el peso de la ley pisándoles los talones, a Miguel solo se le ocurrió un lugar en el que poder pedir clemencia. La catedral.

(…)

Ya en la puerta sur se tropezó con un mendigo de barba blanca y pelo canoso que portaba un extraño cartel firmado con las iniciales E.H. y que, extrañamente, le impedía la entrada a la catedral. Quizás era una señal que le indicaba que, aunque fuera el lugar más indicado para pedir clemencia, no era el mejor para esconder a Flora. Intentó buscar una nueva vía de escape, pero en su huida no pudo evitar tropezarse con el almuerzo popular en la calle Horno de la Higuera, con diversos pasacalles folclóricos, charangas e incluso se llegaron a mezclar, sin darse cuenta, con el encierro infantil, creando alguna escena de pánico entre los padres, pero que los muetes y muetas no entendían, pues la vaca Flora, “era bien majica y solo daba lametazos”, según argumentaron los niños a los periodistas.

Callejeando llegaron a la parte de arriba de Herrerías, Plaza San Juan y Jesuitas. Sin darse cuenta estaban en la misma puerta del comedor social Villa Javier. En la puerta se encontraba dando la bienvenida Matilde, quien les saludó y les ofreció entrar en el interior.

- Disculpe, creo que no deberíamos estar aquí -le dijo Miguel un tanto nervioso.

- ¿Estás seguro? Aquí todo el mundo es bien recibido y mucho más hoy, que celebramos nuestro primer mes de actividad.

Miguel no sabía qué hacer y mientras lo pensaba, una pajarita de papel de color rojo pasó volando por encima de sus cabezas y se posó sobre la testuz de Flora.

De fondo, se escuchaban los ecos de unos versos que venían desde el interior del comedor, recitados por varios componentes del Club de la Rima, acompañados en su recital por los acordes de la guitarra de Alejo. En medio de ese ambiente idílico volvió a aparecer en escena el ya tudelano-noruego Bjørn Borchgrevink, dando un fuerte abrazo amoroso a Flora, con quien parecía que había establecido una relación más allá de lo terrenal.

- ¿Cuánto cuesta el abrazo, amigo? -preguntó el noruego dirigiéndose a Miguel.

- No entiendo…

El noruego se sorprendió de que Miguel no entendiera la pregunta, así que se lo quiso aclarar con su inconfundible acento nórdico.

- Es una nueva terapia anti estrés que se hace por el norte. Se realiza en granjas o entornos tranquilos y se ofrece relajarse, abrazando vacas o incluso, echándose una siesta con ellas, a partir de 45 €. Esta terapia no solo es buena para las personas, sino que también es beneficioso para las vacas, ya que les encanta que las abracen y les hagan carantoñas.

Miguel no podía creerse lo que estaba oyendo. ¡Ahí estaba la solución a sus problemas! Iba a montar su propia Granja Anti Estrés, iniciando su nuevo negocio con Flora, a la que iría añadiendo nuevas compañeras que rescataría de futuros menos prometedores.

Miguel no podía sentirse más agradecido, especialmente al comedor Villa Javier, donde le había llegado la inspiración de su nuevo negocio. Ese mismo día inició su terapia, realizando esta curiosa terapia de forma gratuita a los usuarios del comedor, durante el servicio del café de las sobremesas. La terapia incluiría, por supuesto, recital de poesía, con el que podría desarrollar su futuro profesional con su faceta de pastor-poeta.

Posteriormente donaría parte de sus ingresos al comedor para las futuras inversiones. Y es que, las fiestas de Tudela, no son solo ejemplo de buena vecindad, unión de pueblos y culturas, sino también de inspiración de nuevos sueños, quizás no tan imposibles…