Tudela

El mendigo

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No acostumbro a echar limosnas a los mendigos. Tengo mis razones para ello, aunque no vienen al caso. También es cierto que podía tener razones parecidas para hacer todo lo contrario. Lo que sí me gusta es elucubrar sobre la intrahistoria de cada uno de ellos. Así que los observo desde lejos y me imagino sus vidas anteriores. Estoy seguro de que algunos son abogados, médicos, bancarios, domadores de circo o negros de un escritor famoso fallecido.

No puedo negar que, muchas veces, he tenido la tentación de desaparecer y reencarnarme en un mendigo a seiscientos kilómetros o más de donde vivo. Sobre todo para redactar en un cartón una frase contundente que obligue al viandante a echarme un euro con una sonrisa. Creo que en ese cartón se puede plasmar toda la esencia de la Literatura. O de la vida, que es lo mismo.

No doy limosnas, insisto, pero tengo una irrefrenable querencia a escribirles mensajes distintos a los que llevan. Y en todos los casos han incrementado su recaudación. Por eso, cuando  el 23 de julio vi, a mitad de la Carrera, a aquel mendigo sin catalogar, se me cambiaron todos los esquemas. Su cabello y su barba, de un blanco platino, enmarcaban un rostro curtido por la calle, que le conferían un extraordinario parecido a Ernest Hemingway.

Llevaba anudado al cuello, al más puro estilo far west,  un pañuelo rojo con una rutilante imagen de Santa Ana impresa en blanco, y había colocado el consabido cartón, escrito con una letra pulcra y sin faltas de ortografía:

Estoy solo. Y sólo pido,

para estas FIESTAS, ayuda

por llevarme lo mejor

del mundo a mi sepultura.

-E.H.-

...

Confieso que quedé seducido por completo. No sólo porque la frase era toda una declaración de intenciones que yo, y ¿quién no?, hubiera firmado allí mismo, sino, sobre todo, por su actitud. En aquel momento me pareció la persona más libre del mundo. Mucho más que los que transitábamos en ese momento por la calle, sibilinamente atados por un hilo de lo más convencional.

No tenía aspecto de haber sido abandonado por nada ni por nadie, lo cual no hizo sino aumentar mi admiración por él. Casi pude palpar la desolación que había dejado en su entorno tras su marcha. ¿Qué podía ofrecer esta calle y esta ciudad a una figura como aquella?

Ajeno al frenesí de la gente por terminar los preparativos de la fiesta, no imaginaba aquel hombre que mañana, a esa misma hora, y sólo por explotar un cohete en el cielo, le iba a ser imposible quedar al margen de la vorágine de músicas, almuerzos, sonrisas y abrazos, el gentío empapado por dentro y por fuera, de toda una ciudad transformada por completo.

De momento, noté que llevaba demasiado tiempo observándolo, y que él esperaba una reacción a mi interés. Mientras sacaba la cartera un poco avergonzado, intenté hilar unas palabras que estuvieran a la altura de todas mis suposiciones, y sólo acerté a hacer una ridícula reverencia al depositar los dos euros, al tiempo que le decía:

- Me gusta su cartel. Espero volver a verlo estos días.

...

- Gracias Toño. No dudo que nos volveremos a ver - contestó el mendigo con una sonrisa indescifrable. De esas que no dicen nada concreto pero dejan abierto un mar infinito de posibles interpretaciones.

Yo, sorprendido, pregunté:

- ¿Perdona, me has llamado Toño?

Él me respondió con otra sonrisa, esta vez, sonora. Era una risa sincera, sin malicia, como la que comparten dos amigos un día cualquiera. Aunque si noté cierto deje irónico en sus palabras:

- ¡Oh bueno! Antonio, si prefieres. Pensaba que a estas alturas ya nos teníamos la suficiente confianza.- continuó divertido, dejándome cada vez más perplejo.

- Pe… pero, ¿nos conocemos?- alcancé a balbucear torpemente. Sus ojos me decían que sí.

- Lo siento, no...- sus carcajadas iban en aumento y yo estaba completamente perdido.

¿Se trataba de una broma? ¿Conocía realmente a este hombre? Traté de bucear en mis recuerdos. ¿Dónde habría coincidido antes con esta persona? Podría haber sido en cualquier sitio. Toda una vida en Tudela da para mucho. ¿Sería alguno de esos niños con los que jugué en mi infancia, en esa plaza, que ahora llaman nueva? ¿O tal vez habríamos compartido aventuras y alguna que otra melopea en algún bar de Herrerías?

Por más que lo intentaba no lograba recordar y la situación cada vez era más incómoda. El buen hombre seguía desternillándose como si le hubieran contado el chiste más gracioso del mundo, y yo, ciertamente avergonzado no sabía qué salida tomar, así que cogí la de emergencia. Mirada rápida al reloj, sonrisa nerviosa, frase de rescate:

-Hum... bueno, se me hace tarde. En fin... hasta pronto...- Completamente 'descuajeringado', me hizo un gesto de adiós con la mano como respuesta. Yo, rojo cual tomate, me encaminé hacia cualquier otra parte.

No comprendía lo que acababa de pasar. Tristemente, fui consciente, de que una vez más huía de lo que no era capaz de entender. Miré a mi alrededor en busca de alguna respuesta a mis interrogantes. Pero sólo pude leer la efusividad estival en el rostro de las gentes, y los carteles que anunciaban fiesta pegados por las paredes de los edificios.

De repente, una idea peregrina me vino a la mente. Me quedé paralizado. ¿Acaso podría ser posible? Reconozco que no me caracterizo por mi osadía. No soy precisamente, lo que se dice, una persona decidida, pero esta vez no podía quedarme así. Entonces, en un acopio inusitado de valor, decidí volver sobre mis pasos. Tenía que saber si era cierto.

...

Mientras caminaba, mi memoria examinaba los recuerdos ansiosamente hasta que encontró el eco de la risa de aquel mendigo, sujeto como si fuera un imperdible, a aquella lejana ciudad africana en la que me tocó hacer la mili. ¡Tenía que ser él! Aceleré el paso porque, de pronto, tuve miedo de que ya no estuviese y de que su encuentro hubiese sido un espejismo.

Perdí la noción del tiempo y del espacio; la calle y sus transeúntes, tan familiares siempre, desaparecieron y, de golpe, en mi cerebro empezaron a desfilar imágenes de mi pasado en Ceuta. Cada una era un flash de sensaciones: el destartalado cuartel militar ceutí,  el bar con la mejor tortilla de patata de la ciudad, los baños en la cala frente al fortín “El desnarigado”, los porros y las borracheras en el Bar “Tokio”, la novia que me dejó después del primer permiso, la excepcional nevada que divisamos desde el mirador “Isabel II”, las estrellas que fielmente nos acompañaban en las guardias nocturnas… En fin, ¡éramos tan jóvenes…!

Ya estaba llegando a la Carrera, tenía nervios a flor de piel. ¿Qué broma o capricho del destino le habrían traído a Tudela? ¿Por qué estaba solo? ¿Cómo termina un hombre en la calle a la sombra de un cartel pidiendo limosna? En el tiempo que compartimos juntos, él siempre había sido el más audaz, el más divertido, el que más ligaba, el que compartía con nosotros los paquetes de comida y caprichos que le enviaba su familia. ¿Y si después de todo no era él? Al fin y al cabo, la vista me falla y, a veces, también la memoria me juega malas pasadas.

Pero ¡Ahí estaba! ¡No se había marchado! Sentí un alivio tremendo. Volví a mirarle para asegurarme de no meter la pata confundiéndolo con otro. Pero eso era imposible porque esa risa tan peculiar no podía pertenecer a nadie más. Definitivamente era él: Ernesto Hernández, cabo de la Unidad de Abastecimiento y Servicios Especiales, reemplazo 69.

...

Levantó la vista y, con una mirada de comprensión, estiró sus rodillas con dificultad alcanzando toda su envergadura; sus ojos, vivos y tristes a la vez, me decían que era el  compañero que tan importante fue durante esa etapa de mi vida. No dijimos más, nos unimos en un abrazo de camaradas y, sin dudarlo, cogimos sus bártulos y el cartón; en dos zancadas nos  dirigirnos a mi peña para ponernos al día y cumplir, a pies juntillas, lo que reclamaba en su cartón.

- Pasa las Fiestas con nosotros, aunque la gente cree que son como las de San Fermín, Santa Ana tienen su propia idiosincrasia. Iremos por todos los ambientes, aunque hay Chupinazo, Encierros, Procesiones… También hay Revoltosa, Café teatro, Auroros, Bailables populares… son fiestas familiares, de cuadrillas, en las que siempre son bienvenidos los amigos que se dejan caer.

Me miraba con curiosidad mientras yo soltaba mi perorata con la emoción del encuentro y, tras una sonora carcajada, preguntó dándome palmadas en la espalda:

- ¿Revoltosa? ¿La gaseosa?

- Jajaja… no, bueno es algo que hay que vivir; La revoltosa se realiza alrededor del quiosco de la Plaza Nueva; es una locura colectiva, corremos, paramos, bailamos al ritmo lento o desenfrenado que imprime la orquesta , nos reímos, nos caemos, los músicos tratan de que nos cansemos, nosotros pedimos más y más música... Tudela se desinhibe, no hay tapujos, la espontaneidad y la sinceridad están a flor de piel... El que no ha vivido las Fiestas, no conoce Tudela...

- Veo que has comprendido las palabras de mi cartón.

Y en su mirada noté la emoción de vivir una experiencia mágica y, sin embargo, había algo en su aspecto que no cuadraba. E.H. La duda me invadió, pero... era imposible.

...

Mientras nos servían la ronda de zurracapote no podía evitar contemplar a mi compañero de arriba a abajo y, al igual que un sastre analiza un traje perfecto sobre un cuerpo imperfecto, confirmé que había algo que no terminaba de encajar.La persona que tenía a mi lado era fisicamente igual que Ernesto Hernandez, pero había un aire diferente en sus maneras que me decía que no podía ser él.  Pero si no era Ernesto, ¿quién era?

La otra opción que me venía a la mente me ponía los pelos de punta pues, de lo imposible que me parecía, me hacía pensar que a lo mejor era fruto del zurracapote y, de no ser así, tendría que empezar a visitar a algún psicólogo en breve.

Era el vivo reflejo de Eduardo Huguet, personaje de ficción protagonista de mi última novela. Llevaba con ella casi un año y ya sólo quedaba rematar el final, que ya estaba decidido: el protagonista, tras una vida de aventuras, retorna huérfano y en el umbral de sus últimos días a su tierra natal, Tudela.

Esa misma noche dejaría finiquitada la novela pues quería disfrutar de las fiestas sin la inquietud de saber que te queda algo por hacer. Lo dicho: imposible que fuera Eduardo. Abstraído estaba yo en mis extravagantes ideas cuando mi compañero me trajo a la realidad.

- Sabes Toño, el futuro es incierto para mí, pero en el caso de que consiga superar esta noche, me gustaría que me acompañaras mañana a ver el famoso Chupinazo y luego al homenaje al Tudelano Ausente, ya que no sabré qué decir en ese momento y tú siempre has tenido las palabras adecuadas para cada momento. Sin embargo, en ese momento, me quedé sin palabras y no supe qué responder.

...

A pesar de ello, una idea se abrió paso entre la nebulosa de mis recuerdos. Las cosas comenzaron a encajar una tras otra: su precoz y exitosa carrera como cirujano plástico, la falaz acusación de la que había sido objeto, su marcha inexplicable dando pábulo a las habladurías de la prensa del corazón,  sus continuas huidas dando tumbos hasta recalar en el hospital de un país exótico. Allí le había llegado la exoneración tardía de unos hechos de los que era inocente pero que le habían arruinado la vida marcándole para siempre.  Y después el maldito accidente donde perdió el amor y las ilusiones dejándole indefenso ante la enfermedad irreversible.

En fin, que nos emcionamos y nos acabaron echando de la terraza del Aragón

 

Ahora lo tenía frente a mí, muy cambiado, irreconocible, pero no se trataba de Ernesto Hernández ni de Eduardo Huguet. Era, con toda certeza, Enrique Huerta, el viejo amigo que había desaparecido de mi vida después de aquel día inolvidable. Habíamos estado en la novena de Santa Ana y nos fuimos a la peña a degustar el punto en que se encontraba el zurracapote. Entre prueba y cata se me fue la mano y me pilló el carrico del helado.  Fue él quien me llevó a su casa y me metió en su propia cama, cama que dejé hecha unos zorros al echar hasta la primera papilla.

Me había olvidado de su figura y de su rostro endurecido por la vida, pero no de los momentos compartidos. Me vino a la memoria que Quique había sido nombrado Tudelano Ausente para estas fiestas.

- Toño, tú eres un buen escritor- me espetó anhelante. Prepárame algo que me haga salir airoso de esta situación.

¡Pobre Quique! ¿Cómo decirle que yo era Carlos, y que las novelas me las escribía mi mujer?

...

- Mira, yo creo que tu eres capaz de hablar muy bien- le puse mi mano sobre su hombro, confirmando que estábamos en la fase de exaltación de la amistad.

Ya llevábamos unos cuantos ‘zurras’ encima y bastantes emociones. Antes de pasar a cantar jotas como locos -cosa que ya veía venir- , mirándole a los ojos azules, esos que guardaban la esencia de quien era realmente, más allá de confusiones, vivencias, y años pasados, le dije:

- Lo importante no es lo que digas -me acerqué a su oreja, calculé mal y casi le muerdo- si no cómo –recalqué- , cómo lo digas. Tú habla con el corazón, pocas palabras: qué sientes de estar en Tudela –epa, que me caigo- qué sientes por estar entre nosotros, que te desconocemos desde siempre, digo… que te conocemos. Agarras como cuando eras ‘muete’, con el mismo ímpetu, seguro que guardas un poco, y gritas : “¡VIVA SANTA ANA! ¡¡¡VIVA TUDELA!!!”. Te corearemos: “¡VIVA!”. Te querremos, hasta igual te sacamos a hombros como si fueras un torero. Y ahora vamos a echarnos otro zurracapote por habernos encontrado. Y una jota, la de “Y si no canto cobardeeeeeeee…” (ya estábamos cerca de la fase cánticos populares).

...

En fin, que nos emocionamos y  nos acabaron echando de la terraza del Aragón, donde hasta hacía poco habían estado cantando unos tunos (unos tunos en Tudela, hay que joderse lo bien que funciona la universidad para el poco tiempo que lleva). Yo me puse un poco chulo porque nosotros entonábamos mejor y el camarero, muy correcto, me dijo que podíamos quedarnos si cerrábamos la boca y pedíamos algo de beber, aparte del katxi de kalimotxo que traíamos del Tubo, que habíamos dejado sobre la mesa y que estaba poniendo el mantel perdidico de vino.

Mi amigo, que no en vano tenía estudios, insultó al chaval y al final fue un cliente de aproximadamente un metro noventa y ciento treinta kilos quien nos convenció de la conveniencia de largarnos con la música a otra parte.

Así que nos llegamos hasta el Chaplin, que había karaoke. Pero como no querían ponernos el “Anda y pínchame una vena”, que era el son que los dos llevábamos en la cabeza, empezamos a boicotear a los participantes, abucheándolos, hasta que un calvo con gorro de mariachi soltó el micrófono, se arremangó la camisa y se dirigió hacia donde estábamos con aire amenazador seguido por toda su cuadrilla.

Ni sé el rato que estuvimos corriendo. Sólo sé que cuando quisimos darnos cuenta habíamos llegado a la explanada del Corazón de Jesús, donde, libres al fin y sin que nadie nos lo impidiera, hicimos un completo recorrido por la música popular bardenera sin olvidar, y puesto que nos hallábamos en un lugar sagrado, entonar el “Excelsa patrona”, pieza con la que cerramos el concierto para, a continuación, poner rumbo a mi casa con paso tambaleante.

Estaba bien entrada la mañana cuando me despertó un grito de mi mujer, que me sacudía violentamente:

- ¡Toño, Toño!, - me dijo- ven en seguida que hay un mendigo en casa.

- Calla, boba- le dije-. Que no es ningún mendigo. Que es Enrique Huerta, el cirujano, que ha venido para fiestas porque lo han nombrado Tudelano Popular… o Tudelano Ausente, que yo siempre me lío.

- ¿Cirujano? Ya te daré yo a ti cirujano. A saber de dónde habrá salido ese farsante. Y lo que te pondría en la bebida, si es que pareces tonto. Si escucharas la radio en vez de estar todo el día viendo fútbol en el bar sabrías que el Tudelano Ausente de este año es Julián Vergara. Y Blanca Aldanondo la Tudelana Popular.

Me quedé sin aire. Salí al salón. Un fulano harapiento roncaba sobre mi carísimo sofá de cuero blanco, sus asquerosas botas ensuciando la tapicería.