Tudela

El combate de fieras en Al Ándalus, origen de la tauromaquia

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Documentar una novela ambientada en el siglo X es una tarea ardua, pero sirve para descubrir detalles de la vida cotidiana de nuestros antepasados que explican muchas de nuestras costumbres actuales.

La cultura musulmana se desarrolló en nuestra tierra durante cuatrocientos años, desde su llegada en el año 714 hasta la conquista de la Ribera del Ebro por Alfonso I el Batallador hacia 1119. Durante cuatro largos siglos aquí se habló árabe, y de esta lengua proceden más de tres mil palabras que hoy conservamos en el castellano. Se introdujeron técnicas que siguen aplicándose en nuestros campos, se adaptaron cultivos que hoy nos parecen tan propios como los espárragos, las alcachofas o las berenjenas, y empezaron a tocarse instrumentos como el laúd.

Hoy, en la ribera del Ebro, parte de la vieja Al Ándalus, no entendemos unas fiestas populares sin el concurso de toros y vacas bravas. También este tipo de espectáculos tiene su origen en aquella época. Las primeras referencias hablan del combate de fieras. Ibn al Jatib, embajador granadino en la corte de un sultán magrebí, refiere el combate entre un toro y un león, que se saldó con la muerte del segundo. Más tarde este tipo de peleas se imitarían en Granada, pero enfrentando a un toro con varios perros entrenados para morder sus orejas, dentro de una palestra rodeada de empalizada. Una vez debilitado el toro y cansado, entraban jinetes armados con picas que le daban muerte. El propio soberano granadino, Muhammad V, era aficionado a presenciar estas luchas e incluso intervenía en ellas. Las imágenes que describen los cronistas nos resultan familiares y muchos historiadores ven en ellas el origen de las actuales corridas de toros.

También en los reinos cristianos, y por la misma época, aparecen referencias a los juegos de correr astados y a las luchas de toros. Se mencionan en el Código de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio para prohibir a los prelados la asistencia a este tipo de espectáculos, y coloca entre los infamados a quienes lidian con las fieras a cambio de dinero. Si Muhammad V en Granada intervenía en las luchas de fieras, también Enrique III de Castilla era aficionado a este tipo de festejos. Con motivo de los fastos organizados para recibirlo en Sevilla, nos cuenta la crónica que “…algunos corrían toros, en los cuales no hubo ninguno que tanto se esmerase con ellos, así a pie como a caballo, esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos, e faciendo golpes de espada tales, que todos eran maravillados”, indicaba.

Resulta curioso comprobar cómo la tradición taurina sigue hoy asentada en amplias zonas de España que formaron parte de Al Ándalus. No es tan evidente en lugares como Galicia o Cataluña, que nunca fueron parte del territorio musulmán. La ribera del Ebro lo fue y eso puede explicar el contenido de nuestros programas de fiestas.

La tradición, pues, viene de antiguo. Pero ahora se abre otro debate. ¿Justifica la tradición el mantenimiento de costumbres de origen medieval? En la época de las primeras ‛luchas de fieras’, era también frecuente encontrarse a orillas del Guadalquivir, a las puertas de Córdoba, hileras de cientos de crucificados por haber traicionado la confianza del soberano. Los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes eran continuos, y se saldaban con millares de muertos, cuyas cabezas eran cortadas, conservadas en sal, y trasladadas a la capital para ser exhibidas ante los súbditos en desfiles triunfales. Ante un mal gesto de una de sus concubinas, el Califa podía llamar al verdugo de guardia y ordenar su decapitación, que era ejecutada en las mismas dependencias del palacio, sobre una alfombra que formaba parte del equipo del verdugo para evitar salpicaduras.

Hace mil años el valor de una vida humana era muy escaso. Los niños morían en porcentajes elevadísimos, las epidemias diezmaban a la población y la esperanza de vida no superaba en algunos casos los treinta años. Si la vida de un ser humano preocupaba poco, mucho menos importaba la de un animal. Y si no se daba valor a la vida, imaginemos lo que ocurría con su bienestar.

Hoy, por fortuna, las cosas han cambiado. Y quizá tengamos que plantearnos también la pervivencia de algunas de nuestras tradiciones tal como hoy las conocemos, al menos las que se refieren a la muerte de animales para nuestra diversión. Es una idea que ya ha calado en las mentes de todos, cada vez se concibe menos la crueldad ejercida sobre seres indefensos. Creo que nos encontramos ante un proceso imparable que en un par de generaciones cristalizará en cambios profundos.

Ni siquiera creo precisa la prohibición de espectáculos con muerte del toro pues esta, como se ha demostrado a lo largo de la historia, genera oposición y rechazo. No será necesaria: la asistencia a este tipo de festejos se reduce día a día, en muchos casos han dejado de ser rentables, y se mantienen sólo gracias a las subvenciones públicas que reciben. Pese a quien pese, vamos hacia espectáculos taurinos en los que se preserve la integridad de los animales y se reduzca al máximo su sufrimiento. De la misma manera que hemos desterrado las ejecuciones públicas y la propia pena de muerte. La Edad Media empieza a quedar muy lejos.

Carlos Aurensanz

Escritor