Tudela

La arquitectura del claustro de la catedral de Tudela

Si por algo conocemos y reconocemos la arquitectura de un claustro es por los capiteles sobre los que reposan sus arcos, las cestas talladas en piedra sobre las que discurren los personajes de las Escrituras, representando escenas de la historia sagrada y que suelen ser muestra del buen hacer de los maestros escultores que trabajaron en nuestras tierras, allá por los siglos del románico.

Pero un claustro no sólo fue el soporte para dichas aleccionadoras imágenes. En realidad, un claustro fue una estructura infinitamente más compleja. Su construcción en una catedral, un monasterio o una colegiata estuvo motivada por tres razones principales. La primera fue la de tratarse de un patio vertebrador que conducía a otras dependencias. De este modo y según las necesidades de la institución eclesiástica dueña del mismo, el claustro conducía a las distintas dependencias dedicadas a la vida del clero: de la sala capitular a la biblioteca, del refectorio y sus cocinas al dormitorio.

En canónicas colegiales como la de Tudela, la vida común del cabildo a la manera de los monasterios se mantuvo durante los siglos centrales del medievo, hasta su secularización en la Baja Edad Media, momento en que sus canónigos pasaron a residir en palacios y casas privadas en el entorno del templo. A partir de aquí, las oficinas del claustro pudieron transformarse y destinarse a otras actividades, como capillas funerarias, aulas para la enseñanza del canto, lugares para el almacenaje de libros o de bienes del ajuar litúrgico…

En Tudela, hemos conservado algunas de estas salas. Como bien indicó Marisa Melero, la cristianización de la mezquita mayor y su conversión en iglesia fue la que motivó la difícil articulación entre la catedral y su claustro, que quedaron separados por una superficie luego aprovechada para construir capillas, bien documentadas desde comienzos del siglo XIII. Por el contrario, desde el claustro se accedía a las dependencias de la vida administrativa y cotidiana del clero tudelano.

Con seguridad y siguiendo las constantes de la arquitectura monástica, desde la galería Este debía accederse a la sala capitular, cuyo crucifijo monumental se documenta en 1280, al ser objeto de una manda funeraria para su iluminación: la lánpada del Crucifixo del capítol de la claustra de Tudela. Su aproximada superficie debía corresponderse con la de la actual capilla de San Dionís y, a continuación, se hallaba el dormitorio común del cabildo, documentado en 1299 gracias al permiso para colocar un sepulcro junto a su puerta de acceso.

A partir del siglo XIV, la superficie del dormitorio y muy posiblemente también la propia sala capitular fueron transformadas en capillas funerarias privadas de las que aún restan algunos fragmentos de pintura del conocido como “gótico lineal”. Adyacente a la galería sur se encuentran los restos del refectorio cuya primera alusión documental data de 1168, y desde la galería occidental parece que se daba acceso a la cilla del cabildo, lugar en el que, en el siglo XV, se decidió construir el palacio decanal, hoy conservado.

La segunda razón para la construcción de un claustro fue la de servir como ámbito para las procesiones, dado que el perímetro de las galerías claustrales tuvo un uso marcadamente litúrgico. Los recorridos procesionales del cabildo estaban perfectamente reglamentados y, en las pandas del claustro, se realizaban diversas estaciones en función de la importancia de la festividad a celebrar. Entre las procesiones claustrales más importantes se encontraba la de Completas, al final del día, de carácter marcadamente mariano y en la que desde el siglo XII se rezaba la Salve. Para las procesiones el claustro cambiaba de aspecto del mismo modo a como lo hacía la iglesia. El chantre del cabildo se encargaba de que los sacristanes barrieran su superficie y la decoraran con plantas de olor, tapices y colgaduras, destinadas a acoger a los oficiantes que lo recorrían ceremonialmente, revestidos con las consiguientes vestimentas litúrgicas en un orden que daba comienzo con los portadores de los cirios, el incienso, el acetre del agua bendita y el Libro.

La tercera y última función del espacio claustral era la de convertirse en un cementerio urbano. Sus muros perimetrales, el subsuelo de sus galerías y el propio vergel albergaron sepulturas. De hecho, se trató de una importantísima fuente de ingresos para el cabildo, contando con una legislación propia que establecía el precio del enterramiento en función de en qué espacio claustral se ubicara: desde las capillas que podían tener acceso desde el mismo, los caros sepulcros parietales, las fosas familiares abiertas en el suelo o los más modestos sepelios del jardín.

En consonancia con todos estos usos, la escultura claustral puede tener lecturas iconográficas interpretando la arquitectura que la acoge. Así, como lugar para la vida reglada del clero a la que se alude en las Escrituras, como espacio litúrgico cuyas imágenes pudieron ser el punto de llegada o partida de las procesiones o como un espacio para el recuerdo y la memoria de los difuntos allí enterrados, en un estadio previo al paraíso. Junto a la escultura de las arquerías, la pintura que se situaba en los muros de cierre del claustro, que completaba las series de imágenes y de la que, en Tudela, tristemente no hemos conservado vestigio alguno.

Para terminar y por un instante, imaginémonos el claustro de la catedral en fiestas, en el esplendor de los siglos XII y al XVI, cuando sus muros y el espacio entre sus arquerías eran decorados con tapices y paños pintados, y cuando su duro suelo era cubierto por un enramado de plantas aromáticas que, al paso de los cortejos procesionales desprendían su olor, entremezclado con el del incienso de los turíbulos y la ardiente cera de los cirios.

Eduardo Carrero Santamaría

Catedrático de Arte