Relato encadenado

‘The lost Zurracapote’

Huyó porque no tenía otro remedio.

Huyó porque no tenía otro remedio. Contemplando el tono anaranjado que iban tomando el cielo y las nubes, echó un último vistazo al reloj y cerró bien la cremallera de la mochila. Sentía un vacío tremendo, una especie de melancolía que aporreaba su inconsciente con dureza. “Justo este año, cuando más ambiente iba a haber en Sol… y me pasa esto”, se repetía. Un hombre atormentado. De camino a la puerta, volvió a pasar por el cuarto de las mezclas y suspiró al contemplar de nuevo el hueco en el que debían estar, macerando, los pozales.

Efectivamente, Javier Iribarria López de Faurlín, pese a su ascendencia alavesa, se sentía muy tudelano. De ahí que tomara la determinación de no ver herido por un segundo esa pertenencia adquirida con el paso de los años. Su ‘tudelanismo’ no podía pasar por el trago de traicionar las ilusiones de su cuadrilla. Así que pondría alguna excusa. Carretera y a la playa. Todavía estaba pensando en que historia inventarse. Quizás algo de trabajo, muy manido pero siempre efectivo. Alguna reunión en ‘Casa Cristo’, algún viaje imprevisto. Ya vería. Pero desde luego cualquier cosa para no tener que presentarse en la plaza sin el brebaje mágico.

Nunca le había ocurrido antes. Aunque sospechaba, jamás habría pensado que alguien iba a ser capaz de irrumpir en su templo sagrado. Todos los años, recolectaba personalmente las frutas del huerto de sus tíos, en Traslapuente. Melocotones, sobre todo. Maduraban apilados junto a la ventana de la mesa de la cocina, pacientemente, lentamente. El limonero del jardín proveía de los cítricos necesarios. El vino, de mesa. Y los alcoholes fuertes los tenía ya de serie en su mueble-bar. Metódico y calculador, ‘Javierico’, como le apodaban sus amigos, llevaba con orgullo el calificativo de ‘alquimista de zurracapotes’. Y las Fiestas de Santa Ana, por ende, suponían el escaparte perfecto para sus artísticas y elegantes creaciones. Decían los aficionados a mitificar las cosas que, cuando el zurracapote de ‘Javierico’ comenzaba a surcar gargantas agradecidas en la Chata de Griseras, la gente se olvidaba incluso de los morlacos, de tirarse la merienda por encima y de cantar. Simplemente degustaban y compartían sonidos guturales de satisfacción. Una tarde de fiestas muy gourmet.

Arrancó el coche. Quiso desconectar pero no paró de darle vueltas al asunto. Por desgracia, no se le daba demasiado bien lo de jugar a los detectives. La clave residía en las sesiones de visita que organizaba para que muchos tudelanos y habitantes de otros pueblos, incluso de fuera de Navarra, observaran de primera mano el proceso de maduración y los cuidados que ‘Javierico’ proporcionaba a la bebida.  Uno de esos visitantes debía ser el responsable de la tragedia. Redibujó en su cabeza el hallazgo, dos días antes. La puerta del almacén había sido forzada. Tras percatarse de que los restos de la cerradura rota estaban en el suelo, entró negando con la cabeza sus temores, que luego se cumplirían. Los cuatro barriles de zurracapote, en su fase final del proceso, habían desaparecido como por arte de magia. Ni un rastro de líquido caído al suelo, ni una mancha, ni un trozo de fruta pisoteado.

Era 19 de julio. No existía tiempo material para empezar de cero. Por eso huyó. Porque sentía responsabilidad. Y rabia. Y dolor. Porque no tenía otro remedio. Pero, ya conduciendo a 100 km/ hora en la A-68, le cambió el gesto. Tomó la determinación de hallar a los ladrones.

La cabeza empezó a darle vueltas pensando en quiénes podrían ser los culpables. Y decidió volver al lugar en que había ocurrido el terrible incidente. Tenía claro que era muy difícil que una sola persona hubiera cargado con todos sus barriles de néctar. Empezaron a desfilar por su cabeza posibles sospechosos y entonces se dio cuenta de que su lista podía ser más larga de lo que nunca había pensado.

Una vez en la bodega se percató de que el ataque era demasiado preciso como para que hubiera sido un robo al azar. Los malandrines habían sido certeros y minuciosos. Estaba claro que los amigos de lo ajeno conocían el sitio y lo que allí se elaboraba. Sería por envidia, por celos o simplemente por joder. Y entonces se dio cuenta de que su líquido generoso, que levantaba grandes halagos, también provocaba caras de envidia y gestos de desprecio. Nunca en voz alta pero sí con la expresión.

"Cuando el zurracapote de ‘Javierico’ empezaba a surcar gargantas agradecidas en la Chata de Griseras, la gente se olvidaba de los morlacos, de tirarse la merienda por encima y de cantar: simplemente debutaban"

Hizo repaso mental de quiénes habían visitado su lagar y que pudieran encajar en ese perfil y aún se sintió más descorazonado porque algunos lo daban, pero tampoco los imaginaba cometiendo semejante tropelía a su persona. Y si fuera por envidia con tirar los barriles al suelo su venganza sería resuelta. No los habían tirado, se los habían llevado y era seguro que pensaban disfrutar de su trabajo en las fiestas que venían de forma inminente. “Es alguien cercano que sabe mucho de mi y de mis alquímicos experimentos”.

La situación lo desbordaba. Eran demasiadas las motivaciones de los posibles cacos que se mareaba de pensar en motivos, formas y deseos que habían movilizado a los ladrones.

Se levantó lentamente sin dejar de mirar el espacio que en tiempo ocuparon sus barriles mimados y se dirigió a la entrada lentamente, descubriendo que se veían al trasluz las tenues rodadas del carro que habían utilizado para el transporte. Ya sabían lo que hacían y venían preparados para ello, pensó. La cerradura había sido desmontada limpiamente y hay seguía en el suelo, como la pieza de un juguete roto y abandonado. “Qué cabrones”, volvió a pensar para sí, esto lo tenían preparado hace tiempo. Algunos llevaban tiempo mascando este hecho y sabían lo que hacían. Y el tiempo jugaba en su contra y tenía que acelerar sus esfuerzos en averiguar dónde estaba su zurracapote gourmet.

Además ¿quién podría asegurarle ahora que este hecho no se pudiera repetir en un futuro? ¡Eso sí sería una auténtica pesadilla! ¿Y qué motivos podría tener nadie para querer robar ese licor que, aunque muy elaborado e inimitable, no tenía más valor que aquel de la suma de sus componentes?

Enseguida decidió que tenía que pedir ayudar a alguien experto en este tipo de trabajos de investigación. Y para ello nadie mejor que su primo Aitor Ruiz de Azúa López de Faurlín. Era detective privado desde hace unos pocos años, cuando una desgraciada lesión en su muñeca izquierda hizo que su nombre pasara de estar entre las portadas de los periódicos deportivos más prestigiosos como el mejor pelotari desde el año 2001 hasta el 2006, a perderse de forma súbita en el más profundo de los olvidos.

Cuando esto ocurrió y mientras duró la fatigosa y sempiterna rehabilitación, y para mantener el ánimo ilusionado, dedicó el tiempo a cultivarse en lo que siempre había sido su hobby pero que, debido a las ineludibles obligaciones diarias, le había sido imposible practicar. Y ese hobby era la fotografía. Se pasaba el día entero observando y fotografiando paisajes y cosas, animales y personas.

Un día, por pura casualidad, captó con su Nikon 7100 la huida de unos cacos en el momento en que salían, raudos y veloces, de la joyería Martín de Vitoria, una de las más antiguas del país y con una cuidada tradición artesanal, cuyo taller sigue dando nombre y gran valor a sus colecciones en alta joyería.

Gracias a esas instantáneas, la policía pudo detener y dejar a buen recaudo a los cacos. Y a partir de entonces, empezó a coger pequeños trabajos de investigación por encargo de algunos abogados, relacionados con temas de morosidades, separaciones matrimoniales y todo tipo de investigaciones sobre la parte más oscura de cualquier ser humano.

Cuando su primo Javier le llamó y le comentó lo sucedido, no dudó dos veces en plantarse en Tudela ipso facto, para poder ofrecer sus servicios a su primo, mientras en su mente se abría la posibilidad de disfrutar de unas magníficas vacaciones fiesteras a cuerpo de rey en casa de Javier, recordando tiempos muy felices de su infancia. Aitor siempre guardará en su recuerdo aquel año en el que sus padres le trajeron a Tudela con ocho años, en plenas fiestas, para celebrar una convivencia familiar con todos sus primos en casa de su tía-abuela Juana.

Recordaba que vivía en pleno casco Viejo, en la calle San Pedro, arriba del todo, casi en las faldas del monte Santa Bárbara, al que les gustaba encaramarse para luego descender sobre sacos de plástico y llegar lo antes posible abajo con dos objetivos principales: contarse las “heridas de guerra” hechas durante el descenso (ganaba el que más moratones y magulladuras tenía) y bajar antes de que les viera el abuelo José ya que, como les pillara in fraganti, la zurra que iban a recibir sería de campeonato. Así que cámara de fotos en mano, Aitor se dedicó a perderse por las calles del centro de Tudela, por las que se respiraba ya el aroma a albahaca y hasta se podía palpar ese ambiente pre-festivo típico de la ciudad.

Hacía fotos a las plazas, a las fuentes, a las casas con sus escudos, a las tiendas…Le llamó especialmente la atención un taller de alfarería en la calle Roso, muy cerca de la Catedral. Una estética muy artesanal creada dentro de una bodega, había logrado un espacio limpio, sencillo y muy acogedor.

Mientras paseaba por los alrededores de la catedral, se percató del trajín que llevaban ya las peñas. Sin embargo, no consiguió ni una sola instantánea en la que aparecieran o se intuyeran de alguna manera los famosos cubos de su primo. La verdad es que esta tarea iba a ser más complicada de lo esperado.

Siguió paseando y, a su llegada a la Catedral, coincidió por casualidad con la salida de la Novena a Santa Ana. Los feligreses salían con especial algazara y todos coincidían en que, por algún desconocido motivo, el sermón del señor cura había sido muy ameno en esta ocasión e, incluso, algo jocoso. Aitor entró en la Catedral y se sorprendió de la cantidad de gente que había dentro. No recordaba haber visto tantos visitantes a una iglesia desde hacía mucho tiempo.

En el altar se encontraba el cura que ya se evadía hacia el interior de la sacristía, con un extraño tambaleo de lado a lado, y tenía los mofletes de un color rosáceo más brillante de lo habitual. También en el altar se encontraban los monaguillos, unos muetes de unos 8 o 9 años, que estaban terminando de recoger todo lo que habían utilizado durante la eucaristía. A Aitor le habían llamado especialmente la atención las risillas que se intercambiaban entre los mozuelos, y no pudo evitar la tentación de hacerles varias fotografías, al igual que a diversos grupos de feligreses.

"En el altar se encontraba el cura que ya se evadía hacia el interior de la sacristía, con un extraño tambaleo de lado a lado; tenía los mofletes de un color rosáceo más brillante de lo habitual (...) A Aitor le habían llamado especialmente la atención las risillas que intercambiaban los mozuelos"

Una mujer, curiosa de verle disparar fotos sin descanso, se le acercó y le dijo:

- Oye, ¿tú eres ese tan famoso que hace fotos para el ‘feisbu’, el Jesús Marquina ese?

- Perdone, ¿qué dice?

- Sí hombre, usted hace fotos para publicarlas por ahí ¿no?

- Pues yo, eh…no sé, yo…

Aitor no sabía qué responder. No quería decir la verdad para no descubrir la investigación, pero tampoco se esperaba que nadie le fuera a preguntar.

- No Aurora, no es el Marquina, yo creo que es Juan José Larruquert, le dijo una amiga que estaba al lado suyo. Una tercera del grupo les oyó y les objetó:

- Estáis confundidas, es el Hijo de la Carmen, ¡seguro!

- Yo, perdonen, es que no sé quiénes son esos señores. Yo no soy de aquí. Yo trabajo…fuera -respondió Aitor.

- Ah, entiendo, le respondió Aurora. ¿Y para qué periódico trabaja?

- No, si yo no trabajo para ningún periódico. Yo soy autónomo y tengo…un blog. Sí, sí, un blog en internet -mintió Aitor- . Tanta pregunta directa le aturullaba hasta tal punto de no saber cómo responderles sin meter la pata.

- ¡Anda! ¡Es un bloguero! ¡Qué interesante! ¿Y cómo se llama tu blog, para buscarlo en internet?

- Pues…esto…bueno…es que estoy comenzando un proyecto nuevo sobre las fiestas de Tudela y como es algo internacional, pues tiene un nombre extranjero, ¿sabe?

- ¡Ah! ¡Muy bien! ¿Y cuál es ese nombre? No, mejor, apúntamelo en este papel para que lo vea mi hijo, que él me lo buscará en internet y así podré ver las fotos que vas colgando.

- Ya pues…traiga…sí…ya se lo apunto.

Con mano temblorosa empezó a dudar qué poner y tras cavilar tres veces, al final escribió: ‘The lost Zurracapote’.

La mujer, contenta con su papel, lo dobló sin leerlo y se lo metió en el bolso y, tras dar a Aitor dos buenos besos en las mejillas, ella y sus amigas se despidieron de él y continuaron su animada conversación sobre lo maja que había estado la Novena a Santa Ana.

Un poco cansado ya de tanto callejear y con los últimos nervios que había hecho debido al inopinado encuentro con las mujeres de la Catedral, regresó a casa de Javierico y después de la comida, decidieron revisar un poco las fotografías hechas para ver si descubrían en ellas algo especial o raro y poder obtener alguna pista de dónde podría haber ido a parar su zurracapote.

Sin embargo, poco ayudaron las fotografías tomadas para conseguir más pistas. Sí que sirvieron para recordar sus tiempos de niñez repasando sus correrías por las diferentes calles y, aunque se detuvieron especialmente en las instantáneas tomadas en las peñas, no encontraron rastro alguno del zurracapote.

Con las fotos hechas en la catedral, Aitor relató a su primo Javier el mal rato pasado con las mujeres, pero a Javier le llamó especialmente la atención las fotos tomadas a los pequeños monaguillos. 

Se acordaba de ellos ya que estuvieron visitando su almacén con un grupo de Boy Scouts días atrás. Iban con varios monitores pero de todo el grupo, había como cuatro o cinco niños especialmente revoltosos. 

A uno de ellos, Oier se llamaba, tuvieron que llamarle la atención en varias ocasiones, ya que no paraba de salirse del grupo y esconderse por cualquier sitio. Hacía muy buenas migas con tres colegas más: Mario, Lucas y Alejo.

Mario era un niño grandote, de pelo rizado, con brazos muy fuertes, pero con cara de ser un bonachón. Lucas, un niño pelirrojo, más delgado, se le veía muy vivo y un verdadero pillastre. Pero el que mandaba era Alejo. Parecía ser el típico jefe de la banda, muy listo y astuto, al que sus colegas llamaban El Cerrajas, ya que su padre tenía una cerrajería de toda la vida en la calle Rúa.

Y mientras Aitor continuaba explicando a Javier todos los detalles del encuentro con las mujeres tudelanas en la Catedral, a Javier se le iba formando una extravagante idea en su cabeza. 

Esos cuatro pillastres que vinieron con los Boy Scouts de visita, los veía ahora ataviados de monaguillos en la Catedral, intercambiándose risas burlonas y miradas de complicidad mientras un cura ajeno a toda travesura intentaba alcanzar la sacristía sin dar un traspiés, lo que delataría que hoy, sin saber por qué, el vino de la Comunión se le había subido a la cabeza.

Fue entonces cuando Javier traslado sus sospechas a su primo, y le preguntó si había tenido la oportunidad de hablar con el padre Clemente Clemos Carbonel, párroco de la catedral durante los últimos 35 años, el cual se caracterizaba por tener el don de curar el insonmio con sus peroratas, según sus “fans” habituales, alguno de estos incluso bromeaba con la idea de beatificarlo, por su excelente labor como sustituto de la Dormidina. Por lo que a Javier le resultaron extraños los comentarios que su pariente había oído en los aledaños de la catedral.

Pero Aitor tras la conversación con aquellas tudelanas no había vuelto a verlo ni al él, ni a los pequeños sospechosos.  Por momentos Javier se impacientaba, veía como se iban aclarando poco  a poco sus ideas, pero eran tan solo sospechas nada más. 

Decidieron salir de casa y dar una vuelta por la calle aprovechando la fresca, quizá esto ayudara a manejar sus nervios, y poder ver hacía donde dar el siguiente paso.

Iban subiendo por el mercado de abastos hacía la plaza de San Jaime, dialogando sobre la fuente del pez y que había sido de ella cuando lo vieron, la leche que si lo vieron, como para no verlo. Eran las doce de la noche y en un banco de la plaza roncaba el padre Clemente a pierna suelta.

Cuando Javier y Aitor lo despertaron, por un momento se movió confuso por la situación, él durmiendo en un parque sin saber qué hacía allí, con un dolor de cabeza de órdago y cierto olor afrutado en su aliento.

Le preguntaron si se encontraba bien, a lo que el padre respondió:

- Solo estaba descansando un poco la vista, ya llegaréis a mis años y os “daraís” de cuenta de que uno no se puede hacer viejo.- Con todo el orgullo que le quedaba se incorporó, resoplo y continuó relamiéndose.-  Me voy a la sacristía que se me va a hacer tarde y quiero preparar todo para la novena de mañana.

Intentaron proseguir con la conversación y preguntarle a Don Clemente si había notado algo diferente durante la homilía, o en la actitud de sus monaguillos, pero el padre ya había apretado el paso y aún a sus 72 años demostró estar en plena forma, dejándolos atrás sin el menor esfuerzo. 

"Cuando Javier y Aitor despertaron al Padre Clemente, por un momento se movió confuso por la situación, él durmiendo en un parque sin saber qué hacía allí, con un dolor de cabeza de órdago y cierto olor frutado en su aliento"

Sofocados tras la pequeña persecución y de nuevo con la duda en el cuerpo iban camino de casa cuando escucharon unas risillas que a ambos les resultaron extrañamente familiares.

Allí estaba el grupo de niños con las miradas clavadas en sus teléfonos móviles de última generación. Sigilosamente, se acercaron hasta donde se encontraban y una vez allí, decidieron resolver el asunto de una vez por todas.

- Chicos, una preguntica, ¿Dónde está mi zurracapote? ¿Por qué lo habéis cambiado por el vino de la catedral?

- No fue idea nuestra…

- ¿Y de quién pues?

- No lo sé… - respondió Lucas, el pelirrojo.

- Unos chavales nos dijeron que lo pusiéramos allí…- alegó Alejo-  unos que tienen unos barriles allá donde el Cristo. Nos dieron una botella…

Tras aquella explicación, los dos primos se dirigieron hacia el Cristo sin vacilar. Por el camino, miles de preguntas desordenadas acudieron a su mente. Muy pronto, tendrían las respuestas correspondientes, por duras que fuesen. Un paso… otro paso más… tan sólo unos metros los separaban de la cruda realidad.

Al fondo, vieron unas siluetas. Escucharon voces, alguien reía. Hizo una señal a su primo y en aquel preciso instante, Aitor disparó su cámara. Durante unos segundos, la claridad del flash apagó toda sombra de duda, y por fin vio sus rostros de vulgares delincuentes escondiéndose en la oscuridad de la noche.

No podía creerlo… indignación, ira… rabia. Sentimientos mezclados que le hacían brotan lágrimas de los ojos. Lágrimas amargas por la traición de aquellos a quién consideraba amigos. Su cuadrilla. 

Retrocedió unos pasos  más. Giró sobre sí mismo y les dio la espalda. Cabizbajo y decepcionado, continuó el camino de vuelta. Unos pasos más adelante, sintió que alguien le tomaba por el brazo…

- Alguien tiene algo que contarte…- le dijo su primo- todo esto es una broma de tu cuadrilla. Ellos saben que tu pasión es el zurracapote… así que te prepararon las pistas necesarias para que buscases…the lost zurracapote… felices fiestas primo…  por cierto, todo está en vídeo, desde que desmontaron tu cerradura hasta la cara de idiota que pusiste cuando te diste de cuenta. La próxima vez, mira las cámaras de seguridad antes de montar semejante ‘fregau’…  Nunca olvides que no hay mejor zurracapote que el tuyo…Eso sí, devuélveles la putada de mi parte, y no te quedes corto, que se note que eres de la ribera.

Entre risas, los dos primos se unieron a la cuadrilla, con la firme promesa de que sus amigos no quedarían impunes. Hoy ya es 24 de julio y huele a fiesta en las calles de la capital ribera. La ciudad se viste de blanco y rojo. A lo lejos, ya se escuchan las gaitas y los txistus que acompañan la fiesta y una bota llena del mejor zurracapote vuela de mano en mano al grito de ¡Viva Santa Ana!