Pamplona/Iruña

Soledad navideña

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La Navidad es, sin duda, la época por excelencia de ambivalencias y contrastes. Frente a la brillantez y excitaciones de las luces del ruido y del consumo, la pesadumbre oculta del vacío, de lo superficial y de la pobreza interior. Junto al anhelo de una cercanía profunda interior, la añoranza de los que no pueden venir o quizá no desean acercarse. Contrastando con los que están y quizá quieran buscar la comunicación próxima, el desgarro entrañable de la ausencia de un alguien a quien significar algo especial. Acompañando al agrupamiento familiar, está el vacío de la ausencia de los que fueron y ya no están. Buscando el calor profundo de la familia, sorprende y anonada el reclamo convincente de la publicidad y de la propaganda interesada. ¿Verdad o mentira? ¿Cercanía o crudo alejamiento? ¿Amor o vacío? ¿Oropel o verdad? Todo ello para celebrar el fuego de un hogar unido y la riqueza de un pesebre sencillo, aunque repleto de sencillez y ternura.

El miedo a la soledad es, posiblemente, la gran amenaza de la Navidad, tanto en el sentido de un aislamiento, como en el de un vacío de comunicación. La verdadera soledad la experimentamos cuando nos falta un “alguien”, no un ”cualquiera”, a quien nosotros importemos singularmente. Es la angustia profunda de reconocer que nadie está esperando, disponible, y solicito para mí, dispuesto a atenderme y a cuidarme. Cuando vivenciamos esta soledad nociva nos sentimos excluidos de algo consubstancial a la naturaleza humana. Nos invade la vivencia de no pertenecer al mundo de los demás, perdidos, desarraigados, abandonados y desolados. Es una doble aflicción que nos paraliza: la separación o la no unión, y la experiencia de la indiferencia de todos los demás. De alguna manera, puede asemejarse a una muerte biográfica. Así lo describía, en una nota, una paciente mía hace unos años: “si encontrar calor humano y compartirlo es la vida, la soledad significa solo sobrevivir, ¡no vivir!”.

Frente a ello, la verdad nutriente de una compenetración honda y auténtica, bellamente expresada por Vicente Aleixandre: “la esperanza en la tierra es la mejilla, es el inmenso párpado donde yo sé que existo”

No debemos acomplejarnos ni bloquearnos por esta dura amenaza descrita. Existe un camino para salir del atolladero al que, al parecer, nos sentimos abocados. Es romper el miedo a la “soledad íntima”. Cada vez tenemos más miedo a enfrentarnos con nosotros mismos, a dialogar con nuestra intimidad, con nuestro fondo insobornable, para sacar de nuestro ser la fuerza y la energía que nos ayude a vivir en verdad y con proyecto de vida. La soledad íntima es quedarnos a solas con nosotros mismos para conocernos y hacernos, llegando a ser autores de nuestra existencia. Se trata de no buscar la respuesta a nuestro despliegue en lo que nos rodea, sino en las propuestas surgidas de nuestras vivencias interiores. Hay que huir de los ruidos, de las ocupaciones vacías, de los estímulos estridentes, de la narcotización exterior, para abrazarnos con nuestra certidumbre y proponer, desde ella, nuestro camino vital. Es necesario reflexionar, escucharnos, activar nuestro espíritu y ensimismarnos en él. Como decía Gandhi “solo conoce el encanto de la soledad (íntima) aquel que la ha buscado deliberadamente”.

Únicamente, el encuentro con uno mismo nos puede abrir el descubrimiento del otro. Preparémonos para la Navidad, nuestra Navidad. Ignoremos los cantos de sirena del dinero, de la juerga, del exceso, y de la excitación. Busquemos, desde la austeridad, nuestras enormes posibilidades, y brotemos hacia adelante en un ejercicio profundo de perdón y de paz. Solo así seremos felices, satisfechos de nosotros mismos y verdaderamente cercanos a los demás. Aspiremos a ser auténticos y fieles a nuestros valores y a nuestro proyecto. Así el nacimiento de la vida acampará entre nosotros.

Vicente Madoz

Psiquiatra y consultor