Tarazona

No quería ir, pero me ha gustado esta película

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Hubo un tiempo, y no demasiado lejano en términos históricos (apenas hace cien años), en que la gente entraba en una sala oscura, veía un tren que se movía en una pantalla y salía despavorida del lugar, porque creía que el tren de esa siniestra pantalla se le venía encima y le arrollaba sin piedad.



Hoy, terminando el 2010, cualquier “nativo digital” (cómo me gusta y me aterra a partes iguales esa expresión) consume horas de ocio y trabajo pegado a pantallas de todo tipo y tamaño, y lo hace sin ningún miedo, acaso con mucha prisa, eso sí.



Los nativos digitales de Tudela hacen, básicamente, lo mismo que los de Wisconsin, USA, a saber: devoran horas en las redes sociales de Internet, se bajan películas y series que ven y comentan mientras chatean con sus amigos. Han dejado de ver la tele, al menos con sus padres. Hacen los deberes buscando información en la Wikipedia y se mandan mensajes de texto, que dentro de otros cien años habrán cambiado la morfología del lenguaje escrito actual.



Hace poco más de un mes, muchos de estos nativos se metieron (por obligación, era en horario escolar) en una sala oscura, algo incómoda y mucho más vieja que las salas en las que, de vez en cuando, entran a ver lo que ellos llaman cine los fines de semana, sin patatas ni Cocacola.



Tras dos minutos, en los que no pararon de quejarse del sitio, la mayoría se sintieron atrapados por el poder de las imágenes que se proyectaban delante de sus ojos. Al salir, lo hacían emocionados y sin saber que esa emoción la estaban dejando por escrito, cuantificada en unas papeletas de votación.



Esa emoción compartida, convenientemente sumada y mediada días después, sería la que otorgó el premio de la Juventud a la película “Pájaros de Papel”, de Emilio Aragón. Emilio, con la misma ilusión y humildad de todos los cineastas debutantes, esos que año tras año pasan por Tudela, se mostró primero sorprendido y luego profundamente agradecido por ese premio y por el premio que el público adulto también le otorgó.



No es normal que nativos digitales y nativos “analógicos”, por buscar un adjetivo con el que calificar al fiel y numeroso público que se implica cada año, participando con su voto en el festival Ópera Prima, contra viento y marea, contra la comodidad de las otras salas, contra la comodidad de las otras pantallas y contra la comodidad de la cadena amiga de Belén Esteban, pues bien, digo que no es normal que nativos digitales y analógicos coincidan en valorar positivamente una película en el festival.



Aunque pensándolo mejor, es posible que sí sea normal. Porque el lenguaje del cine es universal. Porque hay temas que trascienden la edad. Porque digitales y analógicos son iguales sentados en las butacas del cine Moncayo. La vida, la sociedad y la tecnología ya se encargará de separarlos, ya, pero durante ocho días, en Tudela, comulgan dos generaciones en torno a un medio de expresión, que aquí más que en otras partes es sinónimo de cultura popular de base.



Creo sinceramente que ningún tipo de cultura, en el contexto social y económico en el que nos movemos, tiene la capacidad de cambiar la vida de la gente, pero los cerca de ochenta locos socios del cineclub Muskaria, que amamos el cine por encima (casi) de todas las cosas, creemos que las buenas películas, que son aquellas que imitan la vida, ayudan a vivirla.



Estoy seguro de que Emilio Aragón piensa lo mismo y por eso ha sentido la necesidad de convertirse en cineasta primerizo, cuando, a estas alturas de su vida, ya no necesitaba arriesgarse, toda vez que su éxito en el mundo del entretenimiento ha sido constantemente refrendado proyecto tras proyecto.



Quizá él, testigo privilegiado de la rapidez y de la degeneración del medio televisivo, que tan bien conoce, ha querido echar la mirada atrás y volver a la esencia de la sala oscura, y probar suerte en un medio narrativo que cuenta con apenas dos horas de tiempo para encandilar al espectador, sin pausas, sin segundas oportunidades.



Todo un reto en los tiempos en lo que vivimos. Hoy, ser cineasta consiste en transitar continuamente entre luces y sombras, entre miserias y grandezas, entre sueños y realidades.



Y hay más amenazas para este medio, además de las que acechan a sus creadores. Tampoco es momento para detallarlas. Así que seamos positivos: este año, cuando baje a ver la cabalgata de los Reyes Magos con mi hijo, me acordaré, con una sonrisa, del genial Berlanga y su “Plácido”, del cutre motocarro con la estrella navideña paseando por la España de posguerra.



Los nativos digitales ni saben quién fue Berlanga, ni han visto sus películas, ni saben qué es la posguerra. Pero si les obligan a ver la posguerra en la oscuridad de una sala de cine, resulta que les hace pensar que hubo un tiempo en el que sus abuelos lo pasaron mal, y eso les conmueve.



Mi deseo navideño es que estos momentos, que para mí son mágicos, como el propio cine, no se acaben nunca, ¿qué les parece?