Ágreda

No fui culpable

No lo fui cuando aquel extravagante escritorzuelo sevillano cogió a sus hijos y partió hacia Madrid. No fue mi culpa, fue la de mis compadres que me tentaron a cautivar a Casta. Fue a causa de una maldita apuesta en la taberna.

Sí es verdad que la muchacha era guapa y que no fue difícil conseguirla. Ella era un poco simple y él, ensimismado en sus pensamientos e historias imaginarias entre la Ermita y el pueblo con la pluma y unos legajos, parecía no enterarse de nada.

Fue culpa de la luna llena que hizo que aquella cotilla me descubriese saliendo precipitadamente en paños menores por la ventana de la casa de Casta, al percatarnos del regreso del escritor de uno de sus paseos nocturnos motivados por el insomnio. La cotilla fue la culpable del rumor que se extendió por todo el pueblo.

Al igual que de la muerte de aquel recaudador que tuvo después como esposo, aquel que celoso por los rumores, se cebaba conmigo en el cobro de los gravámenes. Sí sí, aquel recaudador asturiano que se creía intocable por estar amparado por la ley. Nadie escapa al acero de mi trabuco, ni a él, ni a Hilarión.

Él mismo fue el culpable de su propia muerte y las cotillas del rumor que hizo que me viese obligado a escapar y a unirme, para sobrevivir, al Tío Chupina en este Robo de Beratón. No fue mi culpa, fue la del Tío Chupina que se le ocurrió. No fue su culpa, fue la de aquellos muchachos que fueron a pedir auxilio a Cueva de Ágreda, Borobia y Purujosa. No fue mi culpa, fue la de aquellos que han corrido más que yo, y me han hecho preso.

Yo, Hilarión Borobia, alias “el Rubio”; amante de Casta, asesino de su segundo marido y participante en el Robo de Beratón, aquí, ante este gran quejigo, me entrego. Yo, culpable, sin serlo.

Rafael Santa Clotilde