Que el árbol no nos deja ver el bosque, es evidente. El ser humano, por principio, es más amigo de recordar sus males, regodeándose en el dolor mientras narra a los demás sus muchas angustias, antes que ser consciente de las gracias y disfrutes que le va dando la vida a cada momento.
Somos, casi por definición, más amigos de la pena, compañeros de la tristeza, que amantes del don de la existencia. Calladamente, el pesimismo tiende a hacer de nosotros un ser vacío, que se bloquea ante una adversidad que forma parte tanto del hecho de sobrevivir como de ese desordenado caos que nos gobierna y que domina el universo.
Curiosamente, recurrimos a la queja -además de a hablar del tiempo- cuando nos acercamos a los demás y, desgraciadamente, a nosotros mismos. Sin embargo, sólo hay que abrir un poco -y bien- los ojos, para ser conscientes de los muchos dones que nos rodean por doquier y de las maravillas que nos regala
la madre naturaleza cada amanecer, a cada paso, en cada rincón. ¡Sólo hace falta abrir realmente los ojos
a la realidad y mirar viendo lo que realmente hay, lo que está ahí!
Ya dijo Aristóteles que la duda es el principio de la sabiduría, pero no se le ve mucho sentido a cuestionar nuestro ser por la sencillez y la simple levedad de cada día.