Opinión

Ene adversarios dadme; no enemigos

 

El pasado jueves, 15 de los corrientes mes y año, el grueso de los periódicos que (h)ojeé en el sitio de costumbre, la tudelana Librería/Papelería “El Cole” (una vez más me veo en la propicia tesitura de no dejar escapar la ocasión, pintiparada, efímera, sin duda, de testimoniarle a “Fangio”, de nuevo, mi más sentido y sincero agradecimiento —siempre estaré en deuda con Miguel Ángel Gracia Eraso, su dueño, por haberse comportado conmigo como un “mecenas” y seguir derrochando generosidad a manos llenas, si no con todas/os, con la mayor parte de sus semejantes—, que no miento), conmemoraron una fecha indeleble, inmarcesible, los cuarenta años transcurridos desde las primeras elecciones democráticas en España. Era una manera estupenda, magnífica, de echar cuatro cerrojos, cuatro, a cuatro décadas de dictadura (mientras algunas/os historiadoras/es, profesoras/es y periodistas consideran que hubo un par de años de “dictablanda”, cuando el general/ísimo empezó a perder ímpetu, fuerza o fuelle, al final de sus días —amén de anciano, estaba enfermo—, otras/os aseveran que no dejó de ser autoritario hasta la última jornada en la que fue consciente de sus actos) franquista.

Todas/os, elegibles y electoras/es, candidatas/os políticas/os, periodistas y ciudadanas/os, o volvían a disfrutar del derecho al sufragio libre, directo y secreto, las/os añosas/os, o se estrenaban en ese menester, las/os hijas/os y nietas/os de la posguerra.

Dos canciones, que devinieron en himnos emblemáticos, porque sonaron y se escucharon tanto por doquier (lo urdiré echando mano de un oxímoron, hasta la saciedad, pero sin llegar a provocar los rigores del hartazgo) durante los primeros años de la Transición española a la democracia, sirvieron de motores o vehículos para alentar al electorado a participar en la fiesta de las urnas y votar, a estimular el espíritu de reconciliación cívica y a superar la tentación de la revancha, sin acudir a la ira para demostrar las normales y naturales discrepancias de criterio: “Habla, pueblo, habla”, compuesta por el grupo murciano Vino Tinto, y “Libertad sin ira”, de Baladés, Herrero y Armenteros, popularizadas ambas por el grupo musical onubense Jarcha.

En un diario de dicho día leí lo que luego, una hora larga después, releí en la edición digital del mismo periódico, unas declaraciones interesantes, sin hesitación, sobre la susodicha efeméride, de quien ostentó con orgullo la dignidad de llevar la cartera del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo durante seis años, en varios gobiernos presididos por Felipe González, Javier Luis Sáenz de Cosculluela (PSOE), que obtuvo representación parlamentaria, o sea, escaño en el Congreso, precisamente, en las citadas elecciones, quien tras volver a echar la vista atrás, aducía que “fue una época en la que no hubo odio en la política y eso que los protagonistas de entonces habíamos tenido una experiencia muy amarga con la dictadura (...) hicimos la Constitución en un marco en el que el odio estaba ausente. Los de enfrente eran adversarios, no eran enemigos, cosa que ahora no ocurre, porque alguien ha traído el odio a la política”.

Quien con atención viera y escuchara, “desprejuiciada/o” (quiero decir, habiendo logrado cepillarse todos los prejuicios que pudiera portar o portear encima —no solo los que obraran sobre la ropa que, a la sazón, vestía—), imparcial (si en verdad se puede ser tal), un día antes, el miércoles pasado, la segunda jornada de la moción de censura en la Cámara Baja (baja, ciertamente, si consideramos o tenemos en cuenta algunos comentarios que se vertieron/oyeron allí, un extenso muestrario de verdaderas contumelias y remoquetes) los turnos de palabra (discurso, réplica, contrarréplica, dúplica,…) de Rivera e Iglesias en la tribuna, abundarán seguramente en el parecer del exministro.

Aunque hoy, aquí y ahora, reconozco en público (por cada “mi culpa” que suelto en voz baja me doy un golpe con la palma derecha abierta en el pecho) un pecado venial, que, como soy un adicto a las broncas y polémicas que protagonizaron, las pu(ll-y)as que se lanzaron y las lindezas que se dijeron otrora los autores clásicos de los siglos (de Oro) XVI y XVII (Góngora, Quevedo, Cervantes, Lope, etc.) y del siglo XVIII (de las Luces) españoles (Juan Pablo Forner, Tomás de Iriarte, Vicente García de la Huerta , Cándido María Trigueros, etc.), disfruté con el rifirrafe mencionado; empero, eché de menos más altura y envergadura (por cierto, conviene no caer en la tentación de descomponer este término en otros posibles, menores, porque una/o corre el riesgo de ser tachada/o de insolente o procaz) intelectual, más dicacidad lírica o poética en los sarcasmos que salieron de sus respectivas muis.

Ora salieran (se vieran a sí mismos) vencedores, ora perdedores, de la lid dialéctica que libraron, a ambos les mando, por si les sirven, dos perlas de uno de mis autores preferidos, Jorge Luis Borges (que no solo he leído con auténtica delectación, sino releído casi siempre con inconcuso placer): “La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce” y “Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos”.