Opinión

El pajar y las fiestas

El pajar, además de ser el lugar para almacenar la paja, ha tenido siempre, sobre todo en el ambiente rural, connotaciones más frívolas, pues era el lugar habitual donde nuestros padres y abuelos, allá en la primera mitad y parte de la segunda del siglo pasado, intentaban organizar sus juegos amorosos, y, realmente, debía de ser muy confortable siempre que se dispusiera, como mínimo, de una manta para hacer de barrera entre el cuerpo y la paja.

En aquel tiempo, cuando se decía que se había ido con una chica a la chopera, o al “prado” de noche, se podía sobreentender que había habido intentos y juegos amorosos sin poder asegurar que se habían conseguido romper todas sus resistencias llegando a un entendimiento amoroso completo; sin embargo, cuando trascendía que una chica había ido con un chico al pajar, se podía dar por sentado que su “honra” había sido mancillada. Incluso podía decirse que el pajar era el sitio de encuentro de los líos amorosos ya establecidos; las resistencias se rompían en otros lugares, pero una vez vencidas, el pajar, íntimo, confortable, cálido y acogedor, era el lugar ideal para solazarse y dar rienda suelta a los impulsos amorosos. No tiene nada que ver con “el huerto”, que se ha utilizado posteriormente y que aún se utiliza para significar lo mismo.

Con mi cuadrilla de amigos en las fiestas patronales, a veces dormíamos en el pajar, pero siempre solos y para continuar la fiesta llevados por los efluvios del alcohol, cuando ya no había ningún sitio a donde ir; allí, en voz alta, fantaseábamos sobre las hazañas sexuales que seríamos capaces de hacer con fulanita o menganita, cuando realmente lo único que habíamos hecho en aquella época con el sexo contrario era bailar agarrado, y la proximidad de una chica un poco lanzada nos ponía los pelos de punta.