Opinión

Así nos educaron

Estaba roto, harto de corregir el gesto, de mostrar en el rostro sensaciones que no se correspondían con el momento que en realidad estaba viviendo.

Nos habían educado para ser amables, educados, correctos, cariñosos, y sumisos con el poderoso; había que dar una imagen de afabilidad, discreción, docilidad, nunca de competencia. Al poderoso no le gustan las personas seguras de sí mismas, con criterios propios; las perciben amenazantes para su status.

Al mismo tiempo, nos habían educado para ser agresivos, audaces, seguros, altivos, soberbios, con el débil. Con el débil había que dar una imagen de seguridad, de suficiencia, de poder. Aunque todo ello, eso sí, impregnado de un halo de moralina paternalista. La relación con el débil es importante porque nos confirma nuestro propio valer.

Era una lucha sin cuartel de actitudes vacías, sumisas o altivas. Mientras, yo, sin mirarme en el espejo, sin dibujar mis contornos, sin matizar mi silueta, desorientado, con el regusto amargo de estar vacío, crispaba y adaptaba el gesto adecuándolo al momento que parecía estaba viviendo.

Un buen día en que el sol brillaba con más fuerza, di un corte de mangas a la “fábrica de códigos”, y con las manos en los bolsillos, despeinado, la figura descompuesta, saltando de forma descoordinada, emitiendo gritos de placer e impregnado de una gozosa sensación de libertad, di la espalda al pasado y, respirando hondo, me fui por la senda que lleva al horizonte blanco y azul.

Y, aquí estoy. Actualmente dudo, río, lloro, pero me miro en el espejo y me percibo. Toco mi silueta y sé que soy yo. Hablo con la gente y sé que son iguales. A veces, me siento en el suelo para sentir en las posaderas mi propio peso, mientras con las palmas de mis manos trato de percibir el latido de la tierra.

Ángel Cornago Sánchez

Médico Humanista