Opinión

Me he quedado otra vez sin el Nobel (en Granada es posible cualquier sueño)

Hace muchos años, el que terminé la carrera de Filosofía y Letras (Filología Hispánica), viajé en tren a Granada. En la estación (serían las ocho y media de la mañana) me estaba esperando mi novia, que había viajado en autobús desde la costa, donde había pasado una semana de vacaciones con una amiga (de ella). Bueno, pues, tras dejar mi bolsa de viaje en un bar cuyo dueño conocía desde niña ella (porque no nos íbamos a quedar a dormir en la muy noble, muy leal, nombrada, grande, celebérrima y heroica ciudad, sino que nuestra intención era viajar por la tarde al pueblo jienense donde vivía su abuela materna), antes de entrar a maravillarnos contemplando la impar Alhambra (supongo que ella se había encargado de adquirir con antelación las entradas), recuerdo que se me acercó una gitana con la intención de leerme las líneas de la palma de la mano. Le dije que no quería, que era un escéptico, que no creía en esas supuestas o hipotéticas artes adivinatorias. Ella me contestó que se conformaba con que le diera la voluntad, que no sé, a ciencia cierta, a cuántas pesetas alcanzó, la verdad, pero, de todo lo que dijo, que fue mucho, se me quedaron grabadas a fuego en la mente dos cosas: una, la profirió mirando a quien estaba presente, a mi vera, y era, a la sazón, mi pareja sentimental, que yo no era para ella, que no se iba a casar conmigo, vaya, y aún no he olvidado cómo torció el morro; y dos, dirigiéndose a mí, que iba a ganar el premio Nobel de Literatura. Y, tras oír aquel augurio, me quedé de piedra.

Así que estoy de uñas con la evidente injusticia que se ha cometido conmigo este año (que, seguramente, era el mío, el que pronosticó otrora la gitana granadina y los dieciocho miembros de la Academia Sueca habían pensado, en vez de en quien, por sus incontrovertibles méritos, se había hecho los últimos años digno acreedor al mismo, Javier Marías, en mí —aunque no he publicado todavía libro alguno, lo que, ciertamente, era un claro hándicap— para concederme dicho galardón), al haberse suprimido la recompensa. Con lo mucho que he disfrutado las tres veces que he visto en televisión, a lo largo de mi vida, “El premio” (1963), la famosa película dirigida por Mark Robson (el guion, que lleva la firma de Ernest Lehman, está basado en la novela “El Premio Nobel”, de Irving Wallace, publicada un año antes), al ponerme en la piel y bordar el papel que en la susodicha cinta interpreta a las mil maravillas Paul Newman. Todo mi gozo en potencia va a quedar en un pozo en acto, lleno de agua de borrajas o cerrajas, por culpa (¡maldita sea su estampa!) del marido de la poeta Katarina Frostenson, el fotógrafo marsellés Jean-Claude Arnault, “el Weinstein sueco” (o de la literatura o del Nobel), cuyos presuntos acosos sexuales, cometidos durante las dos últimas décadas, han propiciado la dimisión en cadena, por efecto dominó, de varios miembros del jurado y, como consecuencia de todo ello, que el Nobel de Literatura del año en curso, 2018, que prácticamente tenía en la mano, me haya sido escamoteado.