Opinión

Dicen y dicen bien quienes aducen...

Dilecta Pilar:

Sigue siendo como eres (más o menos directa e irónica; como eso mismo, así o asá, nos pasa a muchas/os —no sé si a todas/os; quizá no—). Dicen y dicen bien quienes aducen que el humor y la ironía son cualidades del amor, como acabas de hacer en tu apostilla tú, pero no me negarás que también pueden serlo del desamor y hasta del odio (al menos, eso es lo que he leído y/u oído).

Ciertamente, la ironía (la llames así, o uses otros términos para nombrarla: sorna, sarcasmo o retranca, como decimos en la ribera de Navarra) es una navaja de doble filo, como otros muchos enseres o cosas.

No negaré, no, que los textos recién alumbrados (como también ocurre con el pan recién horneado —quien no haya acudido nunca a una tahona de pueblo, mientras se está haciendo el pan, y las pastas y demás derivados de la harina, no sabe el abierto abanico de aromas que se ha perdido; poco más o menos, como quien no ha entrado jamás en una perfumería de postín, supongo—) tienen un no sé qué o un qué sé yo que los hace especiales, impares, nones.

La diversidad es imprescindible, aunque no falte el crítico cítrico que te diga (o venga con el mismo cuento de) que sueles escribir siempre la misma epístola, el mismo artículo de opinión, la misma décima, la misma novela,…

He oído hablar de la diversidad y de lo funcional. Acaso te refieras con “diversidad funcional” a lo que yo llamo versatilidad (la capacidad o habilidad humana para poder adaptarse con facilidad y rapidez a varias tareas o funciones, como acaba haciendo y siendo, versátil, Phil Connors, papel interpretado por Bill Murray, al culminar con éxito —superar las diversas pruebas que le permiten enamorar a Rita, Andie MacDowell— el iterativo, largo, extenso e intenso 2 de febrero, el Día de la Marmota, en Punxsutawney, Pennsylvania, según el filme que dirigió Harold Ramis en 1993, “Atrapado en el tiempo”, en el que Phil, además de su empatía y solidaridad —cambia la rueda pinchada del coche donde viajan unas señoras mayores; se preocupa de recoger con sus brazos al niño que se cae de un árbol; se interesa por el anciano que, al final, muere; por el señor que se atraganta y él le hace la maniobra de Heimlich;...—, demuestra otras habilidades: esculpe ángeles en hielo, toca el piano, hace el retrato de Rita, con la sola ayuda de sus manos y de nieve;...).

Rosa Montero hace bien en meter más de una puya o en lanzar más de una pulla. Las influencias de los padres (ellas y ellos; como las de los maestros, ellas y ellos) pueden ser estupendas o perniciosas, sanas o insanas.

Como te consta, “Rosa es una rosa es una rosa es una rosa”, el adagio que escribió la escritora estadounidense Gertrude Stein en su poema “Sagrada Emilia” (mis correos o “emilios” —con los que compongo las epístolas que te remito— también pretenden lo mismo, ser sacrosantos), es tomado como expresión de los principios de identidad y de recursividad. Como sabes, José María Cano, de Mecano, escribió su canción “Una rosa es una rosa” basándose en el poema de Stein, que hace, a su vez, alusión a unos versos de la tragedia “Romeo y Julieta”, de Shakespeare: “La rosa no dejaría de ser rosa, ni de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo”. Abundo contigo en que la inteligencia de Rosa Montero está fuera de toda duda (aunque, como también suelo —y me peta sobremanera— agregar, en el cerebro del más sabio siempre cabe hallar un rincón para la insensatez).

El sábado pasado, seguramente, por las lentejas de más que comí de primero y no me sentaron nada bien, estuve echando gases sin parar; pasé una tarde criminal, con el estómago hinchado. Aunque decidí salir de casa a dar un paseo, para ver si, caminando, conseguía echar todos los aires o eructos, solo tras vomitar, tomarme una infusión e ingerir dos pastillas de Aero-red el dolor se mitigó, llegando casi casi a desaparecer. Ayer, invitado por mi amigo Pío Fraguas, compartí mesa y mantel con él. Dediqué la tarde a leer y escribir, como de costumbre.

Otro (de tu amigo Otramotro).