Opinión

Un claro del bosque eres, María Antonia

 “Solamente se es de verdad libre cuando no se pesa sobre nadie; cuando no se humilla a nadie. En cada hombre están todos los hombres”.

En la placa que se colocó en enero de 2004 en la última casa en la que María Zambrano residió en Madrid, entre 1984 y 1991, se puede leer el anterior epígrafe de la pensadora española.

 Dilecta María Antonia Martín Zorraquino:

Permíteme, por favor, que te tutee.

A los pocos días de que le concedieran a la filósofa y ensayista María Zambrano el primer (no quiero dar a entender que le diesen otro años después, por supuesto, sino que fue el que inició la serie) Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1981, empecé a devorar cual lector empedernido sus “Claros del bosque” (1977), y quedé prendado de quien logró juntar los vocablos cabales para componer textos inigualables por sus variopintas interpretaciones e incuestionable belleza. En palabras de la propia María Zambrano: “El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos”.

Aunque apenas te conozco, si alguien me mostrara abierto el abanico que contuviera todos los posibles símiles poéticos habidos y por haber y  me pidiera que escogiera el que considero más idóneo para compararte,  yo lo haría, sin dudarlo un instante, con el claro del bosque.

 

   Como sabes, María Antonia, en la laude que cubre la tumba donde reposan los restos mortales de María Zambrano cabe leer un verso incompleto del “Cantar de los Cantares”, de Salomón: “Surge, amica mea, et veni” (“Levántate, amiga mía, y ven”). Acepta que transcriba aquí, en tu honor, rindiéndote un pequeño homenaje, los que le siguen: “Columba mea, in foraminibus petrae, / in caverna maceriae, / ostende mihi faciem tuam, / sonet vox tua in auribus meis: / vox enim tua dulcis et facies tua decora” (“Paloma mía, en las grietas de la piedra, / en los huecos de la pared, / muéstrame tu cara; / que suene tu voz en mis oídos; / porque tu voz es dulce y tu cara es hermosa”).

 

   Espera y desea que te haya agrado leer la presente y breve epístola quien te está y estará agradecido mientras viva por haberte cruzado en su existencia,